El 6 de abril de 2017, Donald Trump fue más allá. Sin decir «agua va» no sólo desenterró sus tomahawk, también los lanzó a Siria.

Los nativos norteamericanos algonquinos utilizaban un hacha de guerra llamada «tomahawk». Cuando existía un conflicto entre las tribus de América del Norte, éste concluía con un tratado de paz ceremonial en el que las armas de los guerreros eran cubiertas por tierra, simbolizando el fin de la guerra. Cuando el jefe de la tribu decidía desenterrar los tomahawk significaba que la nación completa debía adoptar las medidas para ir a la batalla.
Para que un país tome la decisión de ir a la guerra, su gobierno debe tomar en cuenta varios factores fundamentales que deberán resolver las situaciones subsecuentes y que a su vez darán lugar a eventos transitorios. En base a esos fundamentos se deberán considerar los cursos de acción y las decisiones que guíen a las fuerzas en el combate.
Los fundamentos incluyen 1) la correlación de fuerzas militares, 2) la voluntad de la población de un país y su gobierno para ir a la guerra, 3) el «estilo» de los comandantes de las fuerzas armadas (la doctrina militar vigente) y la psicología del pueblo y 4) la fortaleza económica de un país.
Cuando estos factores se conjugan y se sopesan, los altos funcionarios del país están en condiciones para decidir la viabilidad de una operación militar. Algunos gobernantes se lanzan a la guerra sin haberlos tomado en cuenta y considerado seriamente las consecuencias de iniciar un conflicto. Otros no toman en cuenta la opinión de sus comandantes militares. Otros actúan en base a sus instintos y a su temperamento.
En una nación con una formación y doctrina guerrera como los Estados Unidos, acostumbrada a la intervención de sus fuerzas armadas en otros países, enarbolar la bandera de «la libertad y la democracia» siempre es bien visto por la masa de la población. Y no me queda la menor duda de que los comandantes ya cuentan con una docena de planes para abordar de manera inmediata un curso de guerra en Siria, un país asolado por una guerra civil que ha durado más de cinco años.
Para el país de Trump, la correlación de fuerzas no debería ser preocupación en caso de intervenir en pequeños países como Vietnam o Irak, su infraestructura y gasto militar continúan en el número uno en el mundo. Y si a Trump le preocupaba en exceso la fortaleza económica de su país, digamos que ésta es suficiente como para disparar, en un solo ataque, más de cincuenta misiles teledirigidos clase Tomahawk –
cada uno cuesta 1.9 millones de dólares.
El ataque de los Tomahawk de Trump pueden generar una reacción en cadena en un Medio Oriente convertido en un polvorín – igual que siempre. En un país como Siria, lleno de combatientes de países varios y creencias desiguales, empeñados en una guerra apoyada por otras naciones y que cada vez se vuelve más inhumana, la pólvora estadounidense no aporta una respuesta viable en contra del régimen de Assad. Más bien, añade un ingrediente que no era necesario. Gasolina al fuego, le dicen.
O tal vez Trump estuviera planeando su entrada triunfal a la arena guerrera del mundo con un pretexto como el ataque con gas en Khan Sheikhoun. Algo nada raro en los planes estratégicos de los Estados Unidos. Ya saben, los
casos de la Bahía de Tonkin o el USS Maine.
El único resquicio que existe para la paz es que los comandantes de las fuerzas participantes tomen en cuenta los cuatro factores mencionados arriba. Pero estoy seguro que a muchos de esos comandantes les encantaría hacer volar a los soldados gringos por los aires. En un momento en que la prudencia debería considerarse como la primera opción, Trump demuestra que su cabeza no funciona de la manera más racional.
Aunque tal vez sus misiles sirvan para detener la masacre en Siria. O para detener el flujo de esos migrantes que tanto detesta en su país. De uno o de otro modo, en una guerra mundial nadie gana.
Veremos.
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