¿A ustedes les ha pasado que se van a un hoyo por hacer una buena foto? ¿No? ¿Nunca? Dichosos ustedes.
Salí temprano de trabajar y decidí caminar a casa. Como es costumbre, en el trayecto buscaba alguna cosa que fotografiar. Pasé por el Castillo de Chapultepec y me hubiera encantado tomar una fotografía del Altar de la Patria con lluvia – y sin gente – pero el agua nomás nunca cayó. Seguí por la Calzada Xicoténcatl y llegué hasta el Hemiciclo a los Héroes del Escuadrón 201. Hice un par de tomas y continué ya no por la calzada, sino que atravesé los prados para evitar a los visitantes impertinentes que no me dejaban encuadrar mis fotografías.
Entonces vi un tronco que yacía partido en el piso. Sobre la superficie del tocón había una aldea de pitufos bombardeada por las armas de destrucción masiva de un dictador infame de esos que hoy abundan. Un pequeñísimo bosque de hongos, casi imperceptibles a la vista, pero que semejaba una escena dantesca de destrucción y vida. Preparé mi lente macro para adentrarme en lo que me parecían las profundidades de ese universo paralelo. Listo para capturarlo en un instante eterno.
Ahora, alrededor de mi árbol caído había una gran cantidad de madera y follaje. La humedad de las lluvias de ayer y hoy logró convertir toda esa biomasa en una materia que parecía sólida, pero que en realidad era una gelatina. Debajo de la primera capa había un gran hueco. Eso lo descubrí cuando me acerqué para hacer mis fotos. Y me hundí hasta las rodillas.
Solté una palabrota. De eso estoy seguro. No recuerdo cuál. Pero luego me dije: «Ya estás aquí. Dispara». Saqué tres fotos. Y después una pierna. Luego, la otra.
Me sacudí el pantalón y todo hubiera quedado en eso, pero percibí un movimiento dentro de mi bota izquierda. Larvas. Muchas. Miré la derecha, misma situación. Me solté las cuerdas y caminé descalzo, con la cinta de la cámara en la boca y un zapato en cada mano, hasta la calzada más cercana.
Dejé caer el calzado, me quité los calcetines y los sacudí vigorosamente. Miré en mis botas, dentro había muchos gusanitos de color marrón, retorciéndose gustosamente. Supongo que estaba caliente y húmedo. Casi como debajo de su árbol.
Agité las botas una y otra vez. Usé hojas y varitas para sacar a los más necios. Pero algunos eran tan pequeños que parecían imposibles de alcanzar. Tardé casi cuarenta minutos en deshacerme de la mayoría. Sin más qué hacer, me calcé con todo el dolor de mi corazón.
Y me dirigí a toda velocidad a la casa. Abrí la despensa y saqué la lata de insecticida. Llegué directo al baño, me quité los zapatos, los rocié, abrí la llave y me lavé los pies.
Aún siento frío. Y comezón. Además no me abandona la maldita sensación de estar caminando sobre crujipollo.
Todo por tres fotografías. Que estuvieron bien. Pero no fueron lo que hubiera querido. Pero tal como dijo el general McArthur, volveré. Mañana iré de nuevo. Como un homenaje a los cientos de larvas que aplasté con mis zapatos. Ahí les cuento.
Veremos.