«El enano».

Por Rogelio Rivera Melo.

«Mi hijo de 8 años solamente fue un día de esta semana a la escuela porque sufre de acoso escolar por parte de un niño más grande», escribió una amiga en la red social. Entonces recordé que yo fui, por mucho tiempo, el niño más pequeño.

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De niño era de estatura pequeña. Gente a la que quería, mis tías por ejemplo, me decían «enano». En la formación de la escuela siempre era el primero o el segundo de la fila. Terminé la primaria siendo el primer lugar, al menos de la fila.

Mi madre, sintiendo en otra persona lo que yo sentía, me llevó a un médico para que me aplicara un «tratamiento para crecer». Hubo cambios casi de inmediato. Hipervitaminado y con hambre leonina, dejé de ser «el enano» para convertirme en «el panzón». Ahora era «enano y gordo», la receta perfecta para el acoso.

Hace treinta años no había bullying. No existía siquiera el concepto. Había chamacos cabrones que se divertían haciendo sufrir a otros. A los gordos y a los enanos. Súmele la condición de mi asistencia a una escuela «a la antigua», solamente hombres y educación cuasi-religiosa.

Había que hallar modos de ponerse a salvo. De estar seguro. En ese entonces no había acoso. Ni existían los mecanismos de defensa institucionales o familiares o sociales en contra de los abusos. En mi escuela los problemas se «arreglaban» con «un tiro» atrás de la dulcería. Ahí recibí mis primeros golpes. Y dolieron. Sobre todo porque no los devolví.

¿Qué pasa por la mente de un niño «enano»? Obvio «decirle a mi mamá» no era opción. Siendo sincero ¿qué hubiera ganado? Puedo jurarles que los golpes no me gustaron. Eso definió mi postura: la violencia no era lo mío. Así que tuve que cambiar de estrategia. Me hice «amigo» de mis acosadores. Así no me estaría molestando. Funcionó. Aún hoy tengo contacto con algunos.

Una vez en la secundaria, las hormonas hicieron lo suyo. Crecí. Aunque solamente un poco. Pero el estigma de años no se quita creciendo ni cinco o diez centímetros.

Uno tiene que aprender. Hice amigos grandes y fuertes. Pero también empecé a entender que nadie me defendería todo el tiempo. Tendría que hacerlo yo. Por mi tamaño, la violencia no era una opción viable. Me reventaron la boca un par de veces. Pero queda la inteligencia. Aprendes a ser «sociable». Tratas de llevar la fiesta en paz con los demás, sobre todo con los que se dedicaban a acosar a los demás. Evitas los problemas.

Las cosas fueron mejorando en la escuela. Pero, para ser sincero,  el peor abuso viene de las personas que crees que no tendrían que hacerte sufrir. Tengo un primo – uno que a los quince era un imbécil maleducado y consentido por sus padres, autorizado para hacer todo lo que él quería. Un cavernícola que, con su tamaño enorme prematuro y sus clases de karate, era el acosador perfecto de todos los demás primos. La fiesta con él iba en paz, incluso podíamos convivir sin problemas, hasta que no queríamos hacer lo que él ordenaba. A la primera objeción, emergía su carácter de energúmeno primigenio y reaccionaba con violencia.

Un día, mi encantador primo golpeó a una prima. Y yo, el «enano gordo» que siempre buscaba salir de los problemas a base de convencimiento y lisonjas, el niñito que nunca en su vida había golpeado a nadie en un arranque de furia, sentí odio por primera vez en mi vida. Ese día le reventé la boca y la nariz al cinta negra. Nunca más se volvió a meter con nosotros. Años después, el tema saldría a relucir con rencor. No me perdona que hubiera mellado su «liderazgo» de la manada. Yo sentí una especie de orgullo callado.

Tiempo después, ya con una estatura respetable, con una decena de kilos más, pero de músculo y una docena de años sumados a la cuenta personal, me encontré en el desierto de Baja California. Mi primer trabajo pagado implicaba dar órdenes a un capataz que lidiaba con trescientos peones maduros y curtidos por la experiencia. No pocas veces lo miré quitarse el saco y el sombrero para dar una paliza a los hombres que osaban desobedecer o relajar la disciplina. No dudaba de que sus métodos funcionaran, pero sentía que no eran los adecuados.

Una tarde de domingo, después de comer, buscando soledad, me alejé un poco de los demás para leer. El capataz se acercó. Ahora comprendo que siguió mis pasos. Cuando pasó junto a mí, lo saludé.  «Buenas tardes, señor«. El tipo se acercó y me miró de arriba a abajo largamente. «¿Puedo sentarme«, preguntó. Asentí, cerrando mi libro.

«Es usted muy fino«. No supe que pensar. Intuí un insulto pero permanecí callado. Como siempre, se hizo presente la vieja costumbre de evitar la confrontación. Supongo que pudo observar mi confusión.

«Le diré algo, patrón. No me lo tome a mal. Es por su bien«. Escuché con atención. Un consejo hay que tasarlo de acuerdo a quien viene. Y el hombre sentado junto a mi era el más respetado del Valle de Mexicali.

«Usted no quiere problemas y esa es la mejor opción que un hombre puede elegir para vivir. Es todo un caballero y lo reconozco como tal. Pero el mundo está lleno de cabrones». Señaló a la comuna donde se hallaban los jornaleros. «Muchas veces ni siquiera es culpa de ellos. La mayoría ni siquiera sabe que son unos desgraciados bien hechos. Pero usted no es así«.

«Ni todas las leyes del mundo, ni las cortesías de la empresa ni las madres más amorosas van a evitar que una persona se encuentre, un día sí y otro también, con algún hijo de mala cuna que quiera abusar de ella. Se lo garantizo porque lo he visto todos los días de mi vida. Y eso no va a cambiar«.

Me miró de soslayo. Cómo sopesando si estaba entendiendo aquello de lo que me hablaba. Yo permanecía en silencio.

«Tiene que aprender a ser un cabrón. A veces las palabras bonitas no sirven para detener a aquellos que se pasan de listos. Y está bien. Pero no lo permita. No deje que se pasen de listos con usted. Si tiene que usar las manos, aprenda a hacerlo. Mucha gente solamente entiende por las malas, patrón. Lo dejo con su libro. Con permiso«.

Se levantó y se alejó con el porte de un viejo maestro bien intencionado.

Lección aprendida, señor Parra. Gracias.

Leyendo sobre el caso que inició esta reflexión y sobre los comentarios que se han ido acumulando en el comentario, tengo que decir que, treinta años después de ser ese niño pequeño al principio de la fila, puedo entender que nuestra existencia está llena – y lo estará por todos los malditos días de nuestra vida – de personas difíciles. De esas, a algunas podrás enredarlas con palabras; a otras preferirás sacarles la vuelta; a unas más deberás soportarlas por lo que son.

Pero con otras deberás plantarte firmemente y tendrás que enfrentarlas con todo el poder de tu fuerza, con violencia y decisión. Deberás y tendrás que hacerlo.

Quizá sea el modo que nos pone la vida para darle una lección. Y enseñando también se aprende.

Uno decide la mejor manera de lidiar con las personas. Pero ser víctima no es una de las opciones. Nunca seas la víctima de nadie. Habla con tus hijos sobre eso. No dejes que se conviertan en víctima de nadie. Nunca.

¿Lección aprendida?

Veremos.

Categorías: Retórica de lo Trivial | 1 comentario

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