La verdad es que nunca quise un lector electrónico. Por unos momentos, cuando comenzaron a venderlos en México, pensé en adquirir uno, pero pronto olvidé el asunto. Creo que me gasté el dinero en libros impresos en papel.
Pero el pasado mes de marzo, estimados amigos, queridas amigas, con motivo de mi cumpleaños, mi jefe me regaló un Kindle de Amazon. «Para que ya no andes cargando tus tabiques», me dijo. Creo que el término «tabiques» alude a mi afición a comprar libros de más de medio kilo de peso.
Debo confesar, lector, lectora, que la pantallita de 6 pulgadas es muy transportable. Pesa casi nada. Pero… pues no. Aún no me acostumbro. Aunque la llevo conmigo a todas partes, también llevo un libro de papel. Esos estorbosos y voluminosos «dispositivos» arcaicos de lectura.
Por más «prácticos» que sean estos nuevos dispositivos, cuando uno está acostumbrado a las tecnologías gutemberianas, es difícil modificar las predilecciones. Los avances tecnológicos que representan los libros digitales son muchos, pero aún me cuesta aceptarlo.
¿Qué sucede con las sensaciones que implican «leer»? Esas experiencias que rodean al libro. El olor de la tinta impresa que va cambiando con el tiempo. Ese aroma dulzón de los libros viejos. El placer que ejerce el papel sobre los dedos al cambiar la página. El ruido de cada hoja cuando se avanza en la lectura. Mirar la tipografía, acostumbrarse a la portada. Adormilarse sintiendo el peso de un libro en el pecho…
Aunque debo aceptar que hay ventajas. Dos cosas que me gustan de mi Kindle: La primera es que puedo comprar libros que son muy difíciles de encontrar en su edición impresa. Ya adquirí (por la cantidad de 4 dólares) «Raptor», de Gary Jennings; un libro por el que he preguntado en cada librería a la que he ido desde hace ocho años. Con el aparatito uno se conecta a la red, ingresa el nombre del libro, y listo. Ya está en la memoria. Pero debo ser sincero con ustedes, voy a extrañar esas «cacerías desorganizadas» por la librería. El recorrer pasillos y pasillos que rebosan de libros nuevos, la seducción que ejercen los volúmenes estáticos en sus libreros, mientras uno hurga entre sus páginas.
La segunda es la posibilidad de compartir en las redes sociales los párrafos, frases o notas que me gusten mientras estoy leyendo. Creo que ustedes ya saben que me gusta compartir lo que, a mi jucio, es lo mejor de mi lectura. Aunque entre los bits y bytes, se pierde la acción de revolver las páginas de papel en busca de aquel pasaje que se queda en la memoria y que uno subrayó. Esa cita que impacta, esa frase que deja huella.
¿Qué ganamos con los libros electrónicos? ¿Qué perdemos con ellos? ¿Alguno de ustedes ha logrado adaptarse a la transición entre «lo antiguo y lo nuevo»?
Aún no comienzo a ser asiduo lector electrónico. Todavía no le hallo una ventaja que me haga decidirme a cambiar de lleno. Pero una vez que encuentre un tamaño de letra que satisfaga a mis ojos lectores, mientras leo la novela de Jennings les pediré que compartan – conmigo y con los otros lectores – algún lugar virtual, de esas bibliotecas o librerías donde tengan la fuente de la sabiduría literaria… para llenar la memoria de mi nuevo lector electrónico.
Espero sus comentarios…
Veremos.