La Retórica de lo Trivial XIX Por Rogelio Rivera Melo
El galano arte de apodar.
Tengo un amigo que, si pagaran por poner sobrenombres, sería millonario. Nadie se salva. Lo conozco desde hace unos 25 años (íbamos a la escuela primaria), y aún no ha fallado al momento de escoger un apodo para alguien. Él mismo cuenta con su “nombre de guerra” – y en verdad creo que más gente lo conoce así, por su apodo, que por su nombre original.
Debo confesar que al buscar una referencia para “rebautizar” a la gente, en la mayoría de los casos, la apreciación de mi amigo es correcta. Así tenemos a la coordinadora escolar con un cuerpo bastante más voluminoso que su cabeza, que pasó a ser “La jíbara”. Y están “El Bugs”, “El Chobbis”, “El Muerto”, “La Somalí”…
Algunos son tan buenos, que después de 10, 15, 20 años, los nombres siguen vigentes, y los nombrados ya los aceptaron como propios. “El Ñor”, “La Pelos”, “El Marmaduke”, y así puedo continuar la lista.
Un apodo – sobrenombre/alias/seudónimo- es como una etiqueta que se le pone a una persona en base a sus características físicas o a su personalidad. Hay gente que, si yo pusiera una foto de ellos rotulada con su sobrenombre, usted diría: “¡Claro!, pero si tiene toda la cara de un “Pippen”. De este modo, no tengo que explicar porque le dicen así al “Bola”, al “Güero” o al “More”. Pero para bautizar a alguien “La Angustias” se requiere un poder de observación que raya en amplios conocimientos de psicología.
“El Trucutú”. “La Chiva”. “El Microbusero”. “El Cachuchas”. “La Foca”. “El Pinocho”. “El Carnes”. “El Aguamiel”. Personajes, todos ellos, de la comunidad escolar. Renombrados y respetados por su apodo (conforme voy escribiendo, van llegando a mi mente más y más… pero si trato de recordar el nombre original – el del acta de nacimiento – quizá no lo logre).
Lo acepto, algunos apodos pueden ser crueles. Llamar a alguien “El Tacita”, porque le falta una oreja no es algo de lo que me enorgullezca. Pero es buen apodo. Niéguelo. Sé también que unos motes causaron algún tipo de trauma a quienes lo recibían. Aún ahora, 20 años después, no me atrevería a repetir el apodo de algunos.
«El Copetes», «La Jefa», «El Peje»… Todos queremos un apodo que nos represente. Un mote cariñoso por el que se nos conozca, aparte de nuestro nombre. «Mi amor», «Chiquito», «Flaco», o «Gordo» también son apodos.
Así que no sé si sea bueno, malo, o bullying. Tal vez alguien me podrá decir que cada quien se llama como le pusieron sus padres (y que bastante trabajo les costó encontrar un nombre ad-hoc para su prole). Pero en general, creo que poner un sobrenombre a alguien es una forma de reconocimiento. Y hay apodos que se ganan… “El Cacas”, por ejemplo, no fue invención de nadie… Ya imaginarán el porqué. Solito se lo ganó. Y bien ganado.
Muchos de nosotros escogemos un sobrenombre, adoptamos el que en algún momento de nuestra vida nos dieron, lo aceptamos o lo rechazamos… Porque en la vida, a fin de cuentas, el nombre es solo la etiqueta, y lo importante es la calidad del producto. Además, si yo me llamara Gorgonio (sí existe, es un nombre real de una persona real), me encantaría que me dijeran, no sé… “Chómpiras”.
Así que luchemos para que no se pierda esa hermosa tradición. El galano arte de poner apodos. Necesitamos más gente como “El Mosca”.
Veremos.
