Después de muchos años sin pararme en una iglesia, este domingo fui a la misa de mediodía. Y me compré un escapulario.
«¿Y cómo porqué fuiste a misa?«, me preguntaron.
La razón es importante. Fui a la ceremonia de las doce porque la iglesia se encuentra en el mismo pueblo en el que está la casa de la muchacha que quiero conocer. Tenía la esperanza de que ella fuera tan creyente como para asistir cada séptimo día a la liturgia católica. Pero no la encontré entre la gente. Tal vez haya ido más temprano, a la misa de las siete. O quizá no le dio tiempo de confesar sus pecados de la semana y prefirió quedarse en casa para no tener que pasar la vergüenza de no formarse en la fila del padre para recibir la hostia.
Nomás llegando, me senté en la parte de atrás de la nave, para ver si aparecía , radiante y esplendorosa, como hicieron las virgenes de Fátima, Guadalupe o Montserrat, ante los creyentes que abarrotaban el lugar. Pero no. No hubo materialización divina este domingo.
Al final de la eucaristía, esperé a que el padre estuviera ocupado bendiciendo a los fieles retrasados y tuve la paciencia necesaria para confirmar que el monaguillo se distrajera contando las monedas del cepillo, y me escabullí hacia la torre del campanario. De doscientos cuarenta y tres escalones fue la subida para llegar a la parte más alta de la región, donde la visión de todo el valle es la misma que la de los zopilotes apestosos que revolotean sobre el pueblo. Y así, como ave de rapiña, busqué la casa de mi obsesión entre las demás que se erigen aquí y allá, como dientes picados en la boca de un pordiosero chimuelo.
No fue fácil encontrar la morada. Desde arriba todo parece igual. Tal vez por eso los dioses se confunden cuando quieren ayudar a los humanos. Pero, buscando y rebuscando, localicé la fronda del tabachin frente a su hogar, delante de las palmeras copetonas de la calle principal.
Solamente se miraba una de las ventanas de la fachada principal. Si ella hubiera salido en ese momento, digamos a la tienda, yo no hubiera podido seguir el vaivén de su andar por la calle. Así que bajé los doscientos cuarenta y tres escalones hasta volver a la nave principal. No llegó el paroxismo religioso que esperaba. Sesenta pasos hasta llegar al refectorio. Ahí encontré al monaguillo vendiendo medallas, milagros y estampitas.
Para no salir con las manos vacías, compré un escapulario por diez pesos. Le pregunté al monaguillo qué significaban las imágenes que traía. Con voz temblorosa me explicó que una, la de la señora con el bebé, era la Virgen. Y que la otra – una especie de escudo heráldico – no sabía, pero que si quería que me resolvieran la duda, podía ir con la encargada de las finanzas de la iglesia, el capellán o el mismo padre, pero sí quería que fuera la señora, debía ser hasta el martes, si el capellán, hasta el miércoles y si el padre, hasta que terminara el próximo servicio.
No me hizo gracia esperar tanto, así que le pregunté a un alma caritativa. «Es la Virgen del Carmen«, contestó. «Si uno se muere portando un escapulario de la virgen, no pasa por el purgatorio«. «Yo no me quiero morir«, le contesté. «Supongo que nadie quiere«. «¿Y la otra?«, pregunté. «Ah, esa sí quién sabe. A la mejor es la imagen de la orden o de la comunidad«.
Pues ya tengo mi escapulario. Pero nada más comprendo la mitad. Miro una y otra vez la imagen desconocida. Y la vuelvo a mirar. No sé si sea el signo de alguna sociedad de caballeros religiosos, el grafema de alguna orden de la cristiandad o la alegoría del santo prepucio del niño Jesús.
A mi me gusta pensar que es el símbolo de los Autobots y que a partir del domingo pasado estoy cubierto – al menos en los espiritural – en caso de un ataque de los Decepticons.
Así que sí sirvió ir a misa. No vi a la virgen de mi preferencia, pero sí hubo milagros este domingo.
No me puedo quejar.
Veremos.
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Texto y foto por Rogelio Rivera Melo.
Jajajjja muy bueno
Yo tampoco tengo idea de qué será esa especie de escudo
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