Por Rogelio Rivera Melo.
¿Será que sea cierto? ¿Será que lo mío sea cáncer terminal? ¿Tendré salvación? Me da miedo pensar en ello.

Hospital de México
Terminal.
Buenas noticias… Hoy el doctor dijo que hay muchas esperanzas. Que el tratamiento va excelente. Que se nota a leguas mi avance. El problema es que sé que el médico a cargo de mi caso es uno muy malo. Los demás doctores lo cuchichean en el pasillo, cuando creen que uno no escucha lo que dicen. Hasta las enfermeras me miran con una especie de condolencia cuando me observan sentado en la sala de espera. Sé que hay mejores médicos, pero éste es el que me tocó. No sé quien lo eligió para mi. Supongo que él se autonombró o había intereses superiores en que fuera justo él quien se encargara de mi estado.
En realidad nunca me había interesado la calidad de los médicos. Hasta que llegó uno y me dio un diagnóstico desolador. El problema es que tengo cáncer. Terminal, me han venido diciendo todos. Menos mi doctor.
Para él, las cosas van geniales. Ni parece que estuviera enfermo, dice. Pero él no tiene que salir a la calle todos los días a buscar trabajo para que coman mis hijitos. Tampoco se tiene que preocupar por los violentos síntomas que acompañan mi enfermedad. Los siento en todo el cuerpo.
No lo veo, pero intuyo que dentro de mi, los órganos van desgarrándose poco a poco… hay una sensación rara, como si me fueran desmembrando. Y todos los demás lo pueden notar. Pero mi doctor no. Él me dice que no me preocupe, que me relaje. Incluso hizo gestiones con la de trabajo social para que me regalaran una televisión nueva. Que así me no me voy a estar acordando de mis achaques, dijo. Que lo tome como distracción, como terapia.
Hoy desperté en el hospital. No supe cómo es que había llegado a dar aquí. La verdad es que nunca me había preocupado demasiado por mi salud. Todos siempre han sabido que me gusta buena vida, la borrachera, la facilidad de una vida sin tanto rigor. Los vecinos siempre venían conmigo para las fiestas salvajes. Sabían que en mi casa, siempre que llegaran con un poco de dinero, habría alcohol en exceso, drogas baratas y sexo, mucho sexo. Mi filosofía siempre fue la de «No importa si no tengo dinero para tragar mañana, pero hoy yo invito a mis amigos a beber hasta caernos de la silla». ¿Acaso no somos machos? Ese siempre fue mi lema.
Pero hoy me di cuenta, con temor, que partes de mi van desapareciendo. Lo había notado antes, pero no le había dado la importancia debida. Al principio fue una uña que estaba ahí cuando me acostaba por las noches, pero que al despertar por la mañana simplemente se había desvanecido. Ahora, conforme avanza mi enfermedad, me voy dando cuenta que cada vez que abro los ojos, al despertar, me faltan dedos enteros que no aparecen por más que los busco. Cuando le dije al doctor sobre los desaparecidos, me dijo que es normal que suceda. Ya no tengo cuatro dedos de la mano derecha ni tres de la izquierda. Las orejas se me caen a pedazos.
Sospecho que el pinche doctorcito aprovecha mis largos períodos de sueño profundo para mandar a sus ayudantes a mutilarme esos cachos supurantes y hediondos. Quizá piensa que si no los veo, no me daré cuenta de la inmensidad del daño que la enfermedad me está ocasionando. A mí no importa que hubieran sido tan solo unos pedazos putrefactos, apenas reconocibles. Eran míos. Y los quiero de vuelta.
En verdad espero que no se caigan mis ojos ni mi lengua. Aunque a veces lo deseo. Para así no poder ver en lo que me estoy convirtiendo ni hablar de lo que me están haciendo. Y es que hay días en los que me siento muy mal. Siempre sintiendo nauseas y esos espasmos dolorosos que cada vez terminan con hechos sangrientos en cada una de las partes de mi cuerpo.
Mi doctor dice que no pasa nada; que si en realidad quiero sentirme mejor, piense en esa ala del hospital donde se tratan las enfermedades infecciosas. En aquella donde los médicos solamente pueden entrar con trajes así como de astronauta. «Siempre hay gente que está peor que tú, mi amigo». Eso me dice el cabrón. «¿Te vas a estar quejando como mariquita?» Y como toda la vida me han dicho que soy muy macho y que debo de aguantarlo todo, pues me aguanto.
Imagino que todo esto sería más sencillo si hubiera dinero para el tratamiento, pero ya me di cuenta que doctor lo quiere todo para él. «Tienes que hacerte la idea de que el proceso será muy largo. La recuperación no va a ser sencilla, pero estamos haciendo todo lo posible porque mejores». A lo mejor el doctor tiene muchos gastos. Tal vez quiere una nueva casa o quizá ya no le alcanza para mantener a su mujer. He visto fotos de ella en la pared del consultorio. Una güerita sin chiste pero muy elegante en sus vestidos caros. Mi esposa se queja de que «la esposita» viste como payaso. Supongo que ella no se da cuenta de las garras que traemos puestas… hasta me da pena no poder comprar calzones cada vez que se me rompen los míos. «Vamos bien», me dice el doctor. «Pero falta mucho por hacer. Es cuestión de tiempo para que vuelvas a ser el que siempre habías soñado ser». Conmigo ha de estar pagando una casa en las Lomas.
A veces, invitan a otros doctores a que me vean. Y me siento como animal en zoológico. Todos me miran. Todos hablan de mi y de mis «serios problemas», como si no estuviera en la habitación. «Uy, las cosas están de la chingada en éste». «Mira nomás, el pendejo que lo está tratando no sabe ni lo que está haciendo». «Pobre, tiene fugas por todos lados». Incluso la propia familia se la pasa gritando a los cuatro vientos lo mal que estoy y como me voy pudriendo: «¿Ya viste? Este güey no se va a salvar ni aunque vaya a bailar a Chalma». Hijos de puta. Creen que me hacen un bien. A mi, que les he dado todo y más. ¡Cabrones! Todos llevan agua a su molino: venden sus libros que escriben sobre mi caso, hacen canciones que cantan bien dolidos pero que venden al que la compre, usan mi mal como lema… han de querer ser presidentes, los muy ingratos.
Porque todos saben lo mal que estoy pero hacen poco – o nada – para remediarlo. Aunque siendo sinceros, no hay muchas opciones: los doctores que me venden medicamentos tan caros que no puedo pagar, el sacerdote que me vende milagros igual de caros que los medicamentos, la curandera que me vende remedios diciéndome que debo tener fe para que funcionen, el traficante que me vende medicinas adulteradas a la mitad de precio de los medicamentos… Y está el matarife que se ofrece, por una módica cantidad, a mocharnos las partes infectadas. «Quizá solo así te salves, mi buen». Y yo no sé a quién creerle. Lo que empiezo a ver es que los muy hijos de puta están más interesados en mi dinero que en que yo me salve. A veces me pregunto si no les convendrá a todos que yo me esté muriendo y no me muera. Están cobrando herencia y eso que aún estoy aquí. ¿Qué será cuando me cargue la chingada?
Otros «especialistas» me llaman diciendo lo buenos que son, pero piensan que no sé que han matado a sus pacientes. Y ojalá solamente hubieran muerto, pero también sé que antes de enterrarlos los dejaron sin un peso. Conforme avanza mi mal, voy perdiendo la fe en los profetas que me ofrecen salvación a cambio de algo. Nadie da algo a cambio de nada.
¿Será que sea cierto? ¿Será que lo mío sea cáncer terminal? ¿Tendré salvación? Me da miedo pensar en ello.
Mejor me voy a mi casa, abro una botella, enciendo mi televisión – esa que me regalaron para que me olvide de mis problemas – y me pongo a ver el partido de fútbol. Es que hoy hay Clásico.
Disculpen que me vaya así… Y perdón por no presentarme antes, me llamo México.
Me encantó. Saludos
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