Es el séptimo aniversario y voy retrasado.
Corro para alcanzar el camión. Debo llegar a la estación en menos de tres minutos. Debajo de mi camisa, siento el sudor deslizarse por mi espalda.
Lo logro, aunque la frente me escurre y mi camisa está empapada. Intento subir al colectivo, pero la fila para entrar es enorme. Voy a llegar tarde, carajo, pero ¿ya qué más da? Decido esperar al siguiente camión.
A veces la vida te da un par de opciones y uno no sabe lo malas que pueden ser ambas.
Me quedo al frente de la fila. Prefiero viajar sentado todo el trayecto. De todas maneras ya no llegaré a partir el pastel.
Exactamente doce minutos después pasa la siguiente corrida. Hago la señal. Y el camión rechina los frenos hasta detenerse como una gran bestia metálica que grita después de haber sido herida.
La puerta frontal se abre y subimos. Voy de uno. Después de mi, tres, cuatro, diez personas. No queda nadie en la parada.
Camino por todo el pasillo. Escojo el lugar más apartado. Me siento junto a la ventana. Los demás asientos, uno a uno, se van ocupando hasta que no queda un solo lugar vacío.
Se cierra la puerta y el vehículo avanza entre estertores mecánicos y resoplidos de esmóg.
Saco mi teléfono de la bolsa de la chaqueta. Observo la última foto que tomé con él. Miro esa sonrisa que me ilumina desde el otro lado del andén. justo antes de que ella tomara el tren que la llevaría al otro lado de la ciudad.
De pronto, un rechinido. El camión se detiene. Demasiado pronto para haber llegado a la siguiente parada. Se abre la puerta frontal. Suben dos hombres – el primero, grande y mayor; el segundo, un jovenzuelo con cuerpo y cara de niño.
Todos dentro del bus sabemos de qué va el asunto, pero lo confirmamos con el grito amenzadar que lanza el viejón. «¡Ahora sí ya se los cargó la chingada!» El joven, con una voz aún inmadura exclama «¡Saquen los teléfonos y las carteras o aquí se quedan!»
Todos sabemos la coreografía. Todos la hemos ejecutado alguna vez. Metódicamente sacamos las carteras. El grandote avanza por el pasillo amenazando con la pistola a todos. Apoya estratégicamente el cañon sobre las cabezas de los pasajeros. El jovenzuelo, también con una pistola en la mano, va avanzando poco a poco, con una bolsa negra en la que los propios viajeros introducen lo que hasta hace tres segundos era su propiedad. Los despojos. El botín.
El viejo llega a mi lugar. Levanto mi cartera y mi celular con la vista hacia el piso. Como un lacayo ofreciendo el tributo al tlatoani. Siento el frío contacto del cañón de la pistola en mi frente sudada. Tiembla todo mi cuerpo. «No vayas a salir con una mamada, chaparrito, o aquí te quedas». Mira mi cartera y mi teléfono. «Espérate a la bolsa, papacito».
Suena un disparo. La sonrisa del tlatoani se ha borrado, literalmente. Ya no tiene cara. Algo pasa con el tiempo. Se ajusta de manera extraña a lo que pasa en ese momento. Lo que debió ser un instante transcurre en lo que parece ser una eternidad. Su cuerpo se desploma en cámara lenta. Laxo e impotente. La sangre comienza a hacer un charco a su alrededor. Yo lo miro todo porque mi mirada está al ras del suelo, echado casi sobre el piso del camión.
Al mismo tiempo resuenan mil gritos a mi alrededor. Todos estamos gritando. Pero nuestras exclamaciones se ahogan con el segundo disparo. Levanto la mirada justo a tiempo para ver la camisa azul del muchacho asaltante teñirse de manera casi artística de un rojo brillante. Da dos pasos hacia atrás. Logra llegar a la puerta y se desploma ahí. No vuelve a moverse.
Me levanto y me escucho gritando. «¡Chófer, abre la puerta!» El chófer no está en su sitio. Ni la mayoría de la gente. Ni el desconocido autor de los disparos. Ni yo por mucho tiempo. Me bajo en la esquina. Todos bajamos. Menos dos.
Es el séptimo aniversario y ya iba algo retrasado. Pero, ¿sabes? No importa llegar tarde, sino llegar.
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Ficción por Rogelio Rivera.
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