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Mientras más te conozco…

La Retórica de lo Trivial. 2 Octubre, 2014

Por Rogelio Rivera Melo.

Dicen que la mujer más hermosa del mundo tiene mal aliento y que el hombre más maravilloso tiene hongos en los pies. Pero no lo vas a saber hasta que los conozcas bien.

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Mientras más te conozco…

La vi y «me enamoré». No pude sustraerme al encanto de sus ojos color avellana, de su cabello color negro, de su risa fácil y lo simpática que era en su trato hacia mi. Quería pasar tiempo con ella. Tenía la seguridad de que estar con una persona tan hermosa sería algo maravilloso. Sentí la necesidad de conocerla más. Y decidí hacerlo.

La invité a salir. Esa vez, mientras mirábamos los menús en el restaurante me enteré que no comía carne. «¿Y tú que piensas sobre eso?», me preguntó. Supongo que quería conocerme tanto como yo a ella. «Está bien», le dije, «pero a mi me encanta un buen bistec». La calidez de su mirada descendió súbitamente algunos grados. Lo noté, pero no lo quise ver. Solo me sentí embelesado cuando me compartió sus puntos de vista sobre la maldad del humano asesino de pollitos y becerros para satisfacer las más viles necesidades alimentarias. «¡Cuánta franqueza y convicción!», me dije.

Después de una hora de charla amena, me dijo estar sorprendida. «Eres muy inteligente como para envenenarte comiendo carne». Y luego me confesó que los hombres inteligentes eran «su debilidad». Siendo tan listo, yo le creí. Y sonreía mientras masticaba un trozo de res.

El tiempo pasó. Nos fuimos conociendo más y más. Comenzó a crearse una «complicidad» entre sus manías y las mías. Al principio, yo aceptaba que no comiera carne y ella veía con admiración mi costumbre de no necesitar despertador para levantarme por las mañanas antes del amanecer. Al avanzar la relación yo dejé de ir a los asaderos que tanto me gustaban. No me lo impuso. A esas alturas de la relación ya amaba estar con ella, así que empecé a comer ensaladas y unos jugosos filetes de soya. Y así sucedió con muchas otras cosas: la música, los libros, las películas, la familia, la convivencia. Todo un mundo individual se convirtió en un entorno del conjunto llamado «Ella y Yo».

Cuando dormíamos juntos de un día para otro, se seguía asombrando de mis horarios matutinos. «¿Ya te vas a despertar? ¿Tan temprano?», preguntaba cuando sentía que me escabullía de la cama por las mañanas. A veces, cuando podía, regresaba a su lado unos minutos más. Todo era tan hermoso.

Un día le dije que tenía antojo de un buen corte americano. Y era verdad. Ansiaba probar la textura y el sabor de un grueso trozo de res en lugar del «delicioso» montón de fibrosas verduras. «¿No que ya no comías carne?», me espetó. «Es por tu salud, gordo». ¿Imaginas lo que siente un tigre cuando, en el zoológico, recuerda que existen los ciervos y solo le llevan un triste pedazo de espinazo? Yo tampoco. Pero al menos el felino tendría su filete.

El fin empezó con un «En esta casa no dejan dormir». Y le siguió todo un proceso de ajuste en la perspectiva de ambos que terminó con un «Voy a comerme un kilo completo de carne asada, ¿me acompañas o te quedas?». Entre esas dos frases hubo otras como «Nadie está con otra persona a fuerzas»,  «Me largo de aquí», «Es tu decisión», «Te vas al carajo» y otras oraciones simples pero concisas.

Hoy ella es más bella, con esa belleza que dan los años. Sus ojos siguen siendo del color de las avellanas. También es más inteligente. Tanto que sigue despertando a la hora que se le da la gana. Yo, igual de imbécil que siempre (menos durante ese tiempo que viví con ella), sigo envenenando mi cuerpo con un gran filete de res cada vez que se me antoja.

¿Sabes cual fue el problema? Que nos conocimos tanto que dejamos de admirar nuestras virtudes y, a la par, ya no pudimos soportar nuestros defectos, que se fueron haciendo más evidentes. Analizándolo de manera fría, ahora me doy cuenta que esa es el verdadero motivo por el que las relaciones fracasan. Conoces tan bien a la otra persona (sea tu pareja, tu pariente, tu amigo, tu hijo o tu compañero de trabajo) que, por más que lo intente, no puede esconder sus defectos. Y lo mismo pasa contigo. El tipo inteligente y responsable que no dormía – algo que considerabas genial –  se transforma en el bicho con trastornos de sueño que no te deja dormir. La mujer simpática y sonriente con la que adoras salir, cuando no duerme 10 horas corridas se convierte en una especie de troll tolkeniano soñoliento y  malhumorado dispuesto a arrasar con todos, tú incluido.

Toda relación que se ve sometida a este proceso de intimidad llega a un punto en que se debe tomar una decisión: Eliges pasar por alto las «cositas» que te molestan, sabiendo que pueden convertirse en enormes cargas emocionales, o decides no hacerlo. Y ambas opciones son correctas y válidas. A fin de cuentas, tener una relación así es aprender a ver la oscuridad en una persona y avanzar hacia ella. Vencer el impulso de abandonar la nave o de ceder ante él. Y es que ese es el precio que se debe pagar por estar con alguien. Conocer a esa persona es un riesgo inherente.

No es una encrucijada de amor o desamor. La cuestión no es saber si uno ama o no a su pareja. Lo verdaderamente importante es entender la responsabilidad que implica tomar una decisión tan personal como amar y dejar de hacerlo. Estar con alguien debe ser por gusto y no por chantaje, montaje u obligación. De obligaciones, la única que tenemos en la vida es ser feliz es una decisión. Una decisión que implica paciencia y compromiso.

Veremos.

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