A los muertos no se les llora…
Llegó pasaditas las diez, siguiendo el aroma de la flor naranja.
Al acercarse al panteón del pueblo, el olor a cempasúchil se volvió tan penetrante que hasta el cráneo le dolió. Ese malestar se añadió al que sentía en los calcáneos, astrágalos, escafoides, cuboides y falanges. No era para menos. Desde el amanecer había caminado, sin detenerse, para llegar a la cita de esa noche.
Uno no debería morir lejos del hogar, pensó.
Poco a poco el aromático tufo de las flores fue dando paso a otras fragancias: las especias del mole negro, el azafrán del arroz, las mandarinas. También olió vino. La verdad es que nunca fue bueno para distinguir entre los olores del tequila, del mezcal o del aguardiente, nada más había sido bueno para beberlos. «Vino es vino», decía. Y se lo bebía, sin importar lo que fuera.
Siguió avanzando sin dejarse distraer por la comida o la bebida. Sabía que no era para él.
Reconoció el pasaje por el que caminó tantos años. A lo lejos, volvió a ver el frondoso árbol de hule que se erguía frente a su casa. La que fue tu casa, se dijo. Ladraron los perros cuando sintieron su andar. Les habló sin hablar y supieron de qué se trataba. Los ladridos se convirtieron en aullidos lastimeros que se volvieron silencio cuando pasaba frente a ellos.
Se detuvo frente al enorme tronco y rebuscó en la oscuridad hasta dar con la inscripción tallada con navaja. Le costó encontrarla porque no estaba a la altura en la que la recordaba. Se había elevado bastante. El tiempo no corre igual en todos lados, pensó. Con la falange del dedo índice de la mano izquierda acarició los cortes en la madera. La sonrisa descarnada de su cara se hizo más amplia.
Escuchó la música a medio volumen que provenía del interior de la casa y que era llevada hasta su lugar por el viento gélido de esa noche de noviembre. La Guillot cantando «Soy lo prohibido».
«… soy ese vicio de tu piel que ya no puedes desprender…»
Se quedó ahí. Recargados sus huesos lumbares en la barda debajo de la ventana, oyendo con atención.
«… soy esa noche de placer, la de la entrega sin papel…»
Sus costillas se levantaron emulando un gran suspiro.
» soy ese abrazo que se da sin que se pueda comentar, soy ese nombre que jamás fuera de aquí pronunciarás…«
Esperó a que terminara la canción. Se separó con dificultad del muro. Miró al cielo. La luna, casi llena, iluminaba la noche. Volvió sobre sus pasos. Cuando pasó junto a los perros, éstos aullaron de dolor. Esta vez no hizo nada para que se callaran.
Aún no eran las once.
* * * * * * *
Texto y fotografía por Rogelio Rivera Melo.
Impresionante
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