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Yo me sentía algo a disgusto ayudándole en la caza del castor, para obtener la piel y el castoreum, ya que lo único comestible de ese animal es la cola, que, por otra parte, no es nada exquisita. Una noche en que cenábamos cola de castor, comenté:
—No sé por qué me afecta más la muerte de un animal salvaje que la de un ser humano.
—Quizá sea porque los animales no lanzan lamentos rastreros ni se retuercen las manos cuando se ven acorralados por el matarife, la enfermedad o un dios, y saben morir noblemente sin asustarse y quejarse —dijo Wyrd, rechupándose los dientes y pensativo. – La gente también era así antes. Los paganos y los judíos aún lo son; no es que esperen complacidos la muerte, pero saben que es algo natural e inevitable. Luego, llegó el cristianismo y, para que la gente cumpliera sus numerosas prohibiciones en esta vida, tuvo que inventar algo más terrible que la muerte. E inventaron el infierno.
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