Hace unos meses, el vecino me pidió que le pasara la contraseña de mi Internet. «Claro, sin problemas».

El tipo estaba pasando por un momento de esos difíciles en la vida. Sin empleo y con una familia que mantener. ¿Por qué no echarle la mano un poco?
«Nomás no vayas a acabarte mis datos viendo porno», le dije mientras le anotaba la clave en una servilleta.
Creo que no lo hizo porque mis datos eran suficientes. Jamás tuve problemas con mi señal de wi-fi.
Esta semana me lo topé en el pasillo del edificio. Iba con su esposa. Los saludé como siempre. Él me preguntó si les podía recomendar una serie de Netflix.
«La verdad es que no estoy suscrito, pero pásame tu contraseña y me recomiendas algo que ver por la noche«, le dije.
«La que paga el Netflix soy yo y la contraseña no debe compartirse«, replicó la esposa al instante.
El esposo me miró con ojos de angustia. «Ok. No te preocupes. Luego me suscribo y te recomiendo algo«.
Entré a mi departamento y me fui directo a la computadora.
Al poco rato escuché que los vecinos discutían. Los niños gritaban y la mujer se quejaba con el marido sobre la televisión. «No está cargando nada«.
En menos de diez minutos, tocaron a la puerta. Fui a abrir y ahí estaban los dos. Él con cara de vergüenza, ella con aire de ofendida.
«Creo que tienes un problema con tu señal de Internet«, dijo la señora. «Y está afectando mi cuenta de Netflix«.
«Lo siento, pero quien paga el internet soy yo y me acaban de enseñar que la cuenta no debe compartirse. Usted tiene su Netflix, yo tengo mi wi-fi. Que cada quien se quede con lo que tiene y todos seamos felices».
Ahora ya no me hablan mis vecinos.
Utilizo este cuento para no tener que contarles la historia verdadera sobre las llantas del carro que le ayudamos a comprar al vecino y que no nos ha pagado. O sobre la cuenta de teléfono «que dejamos debiendo» o sobre la vecina que me pide que vaya a inyectar a su mamá enferma en la noche porque le da pena molestar a otros vecinos, pero que no tiene nada de interés en hacer algo por uno.
Cada quién da lo que tiene. Si no, no lo daría. Y uno da porque puede dar.
Pero la amistad, la lealtad y la chinga tienen que ser recíprocas. O no son, ni amistad, ni lealtad ni chinga. Es abuso.
Esto lo aprendí, a un costo muy alto, el año pasado. Ahora tengo menos «amigos». Pero no me importa. Ellos se lo pierden.
Veremos.
* * * *
Texto: Rogelio Rivera Melo.
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