«A lo más que puede llegar un mediocre es a descubrir los errores de quienes lo superan».
Una más. Una final más. Un «casi», un «ya merito», un «ya la teníamos» más… Y no. Ese equipo de mis amores la volvió a hacer… Tendremos que seguir esperando por el título. No sé cuántos años más.
Pero la culpa es mía, lector, lectora. Esos once jugadores – ese equipo al que uno le ha dedicado billete, tiempo, corazón, lágrimas – nomás nos ilusionan. Y ahí está uno. Ahí sigue. Esa es mi culpabilidad. Y la acepto.
Aunque debo reconocer que el corazón que le faltó a mi equipo, le sobró a su rival. ¡Que hazaña! ¡Que superioridad mental y que deseos de ganar! Hay que reconocerlo. Y aplaudirlo.
En un ámbito más personal, debo preguntarme: «¿Qué es lo que me enseñó esta final de torneo?»
Varias cosas, pero las más importantes son que los partidos importantes de la vida no están ganados (aunque uno lleve la ventaja), que más no significa mejor. Y sobre todo, que las competencias en las que uno se encuentra – cualquiera que esta sea – ameritan poner todo el corazón en el intento. No hacerlo significa arriesgarse a perder.
Mi madre siempre decía: «No llores como niño lo que no defendiste como hombre». Y es una de las grandes enseñanzas que me ha dado. Así como aprendí del Cruz Azul-América de anoche, hoy diría lo mismo a los jugadores que perdieron… Si no tuvieron las ganas para ganar, no vengan con el llanto por perder.
Pero lo principal. Lo más grande que aprendí anoche es que cuando hay ocasión para celebrar hay que hacerlo. Sin importarte nada. Sin importarte nadie.
Por eso – y esta es una enorme enseñanza de vida – cada vez que crea que «la tengo fácil» o que «ya gané», recordaré esta imagen. Y lo pensaré dos veces.
Gracias, Club América. Gracias, «Piojo» Herrera. Por este momento de aprendizaje.
Y a ti, Cruz Azul… me ando divorciando, eh.
Veremos.
