Por Rogelio Rivera Melo.
En la Ciudad de México, salir de casa con prisa y tomar un taxi para llegar a una junta a las siete de la mañana es el pretexto perfecto para iniciar el día de manera «especial».
Desde hace un par de meses debo salir de casa a las seis de la mañana. A mi jefe le gusta tratar los asuntos del día durante el desayuno y a mi me gusta esa dinámica. Empiezas temprano, terminas pronto y bebés café. Mucho café.
El único problema es llegar a puntual a los desayunos. La congestión vial en la Ciudad de México inicia a las seis de la mañana. Así que lo más recomendable es salir antes de esa hora. Hoy se me hizo tarde.
Seis quince de la mañana. Martes. Me aventuro a detener un taxi de los que pasan por el eje vial más cercano a casa. Nunca pasan más de tres minutos para que alguno se detenga.
Normalmente prefiero los chóferes con más edad. Son más profesionales, tienen más experiencia y -a menos que se enfrasquen en necias discusiones políticas- son muy respetuosos.
El de hoy era un hombre de unos cuarenta y muchos años. El auto olía a cigarrillo viejo. Del espejo retrovisor colgaba una pata de cabra adornada con listones de colores. Pegado con una ventosa al parabrisas, un corazón.
Procedimiento ideal cuando subes a un taxi callejero: Checas al chófer. ¿Se mira «banda»? Buscas el taxímetro ¿funciona? Antes de cerrar la puerta verificas que se pueda abrir por dentro ¿tiene manija?
Pero si tienes prisa, te subes y ya.
En cuanto cierras la puerta comienza el ritual del taxi.
«Buenos días, señor ¿me puede llevar al hospital de PEMEX?» Siempre hay que preguntar. Más de una vez me han bajado del auto diciéndome que no van para esos rumbos, que está lejos, que no les da tiempo…
«Vamos», contesta el taxista. Arranca el auto y tras un par de segundos me hace la maldita pregunta: «Cuánto le cobran hasta allá»?
Miro el taxímetro – el aparatito cobrador que en los años ochenta seguro parecía futurista, pero que ahora, con todo y sus cambiantes númeritos rojos, es una reliquia de museo. Avanza bien. La tarifa es la «Diurna 1», la adecuada.
«¿No funciona su taxímetro?», le pregunto.
Respuesta ganadora: «Es que este aparato cobra de menos, por eso quiero saber cuánto paga normalmente».
Inicia el proceso del regateo. Uno que, como tantas cosas en México, ni siquiera debiera existir.
«Setenta pesos. Ochenta, es lo máximo». Y es la verdad. Aunque debería comentarle que con Uber pago noventa, pero es por la botella de agua que me dan.
«No, joven. Seguro paga más». En mi cerebro suena la alarma de «¡Viejillo Necio!» Y abusivo.
«Ochenta pesos máximo», repito.
«Eso es lo que ha de pagar con taxímetros alterados, ¿no?»
Ese fue su error.
«¿Yo cómo voy a saber si están alterados? Y si lo estuvieran sería para ventaja del taxista no del pasajero. ¿Su taxímetro está alterado?»
«No, joven. ¿Cómo cree usted eso? Yo sería incapaz.»
Le di las gracias por su honestidad.
Y, al final, él tenía razón. Su taxímetro «no alterado» cobra de menos. Pagué 67 pesos.
Si Kafka hubiera viajado en los taxis de la Ciudad de México, o escribe una novela sobre el tema o se baja antes de avanzar una calle.
Aunque también sea posible que lo asaltaran, pero eso es otra historia que quizá alguien escriba.
Veremos.