Por Rogelio Rivera Melo.
El Síndrome del Mesías.
El problema de este país es que la gente – los “normales”, los ciudadanos de a pie – asume que un solo hombre puede llegar a gobernar a todos y a poner orden en la totalidad del territorio. «Gobernar bien» es algo que ni siquiera puedo hacer conmigo mismo, en mi propia casa.
Basta con abrir la puerta de mi hogar para contemplar la manera en que las pasiones me dominan sin que pueda hacer algo consistente para refrenarlas. Ropa sucia en los sillones. Una mancha pegajosa en el suelo cuyo origen desconocido me recuerda las miles de maneras que tiene el caos para declararse amo y señor. El refrigerador lleno o vacío según mi humor.
Mis vicios, que ni siquiera son tantos, y sus manifestaciones hallan, diariamente, la forma de recordarme que, a pesar de mis fútiles intentos para mostrar voluntad y disciplina, sigo siendo humano. Que continúo atado a mis debilidades carnales y mentales como una marioneta que cuelga de los hilos que la manejan.
¿Qué posibilidades tendría otro hombre para mantener el control sobre los millones y millones de personas que viven bajo su “mandato”? Puedo ver a ese hombre desesperado por encontrar la fórmula para parecer un súper humano digno de ser tomado en cuenta por los demás. Lo imagino sufriendo con el miedo que sentimos todos al rechazo, sabiéndose a su vez, marioneta de los intereses políticos generados por tantos y tantos grupos de poder. Lo pienso siempre colgando de unos hilos que, aunque parecieran inexistentes, son mucho más gruesos y resistentes que los que manejan mi vida. Lo percibo con unas ansías ya no de poderío, sino de seguridad. Seguridad en sí mismo. Seguridad que ninguno tiene, y él menos que nadie .
¿Y en verdad esperamos que él nos gobierne? ¿Qué nos salve de nosotros mismos? Si cada uno de nosotros padecemos con nuestras propias verdades y mentiras, con nuestros vicios y virtudes. Sufriendo por la falta de reconocimiento y afecto, por la inseguridad que nos generamos entre todos, por la sobredosis de violencia e indiferencia.
Conozco mis tentaciones, sé cuales son mis límites y mis ambiciones, y es por ese conocimiento que tiemblo cuando debo tomar partido por algo tan trivial como beber o no una copa por la noche. Y aunque mis restricciones, no sé nada sobre los alcances y los términos morales de alguien más. Ni siquiera de la persona con la que duermo cada noche.
¿Es verdad que puedo confiar en alguien que no me conoce y que, al parecer, le importa un carajo mi existencia y mis opiniones? ¿Puedo contar con que será fiel a mis principios – que idealmente deberían ser éticos y morales? ¿Puedo? ¿Podemos?
Lo peor de todo es que lo hacemos. De verdad esperamos – deseamos – que un alguien, hombre o mujer, electo o no, nos guíe a través de ese páramo de podredumbre en el que se ha convertido el país. Ese es el problema. Que siempre buscamos un salvador para que nos saque del paso; para que nos libre del trago amargo que implica tomar responsabilidad de nuestras decisiones, acertadas o no. Y luego nos quejamos de las acciones que ese “otro” tomó. Tenemos el síndrome del Mesías.
Y yo ya estoy harto de esperar.
Libreta de Apuntes, Jonás Robledo. (Texto utilizado por la Fiscalía Especializada como evidencia en el proceso penal contra J. Robledo.)
