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Papá olvida.

En estos difíciles tiempos una de las cosas más difíciles a las que se enfrenta un padre es la tentación a criticar a sus hijos. A mi me sucede de manera frecuente. Sé que tú, lector, lectora, también te sientes con la «necesidad» de desahogar la frustración con tus hijos (cualquiera que sea su causa). Quizá esperas que te diga «no lo hagas». Pero no lo haré.

Sólo te recomendaré que antes de criticar a alguien (a tus hijos, a tus hijas, a tu pareja, a tus compañeros), leas el siguiente texto de Livingston. En lugar de censurar a las personas y ser juez de ellas, tratemos de comprenderlas. Tratemos de imaginar sus razones y sus motivos para hacer lo que hacen. Es un ejercicio mucho más valioso e interesante que la crítica (incluso la constructiva). 

Recordemos que perdonar exige ponernos en el lugar del otro, y ese, amigos, amigas, es el inicio de la tolerancia.

Veremos.

Image«Papá olvida». Por W. Livingston Larned.

Escucha, hijo: voy a decirte esto mientras duermes, una manecita metida bajo la mejilla y los cabellos pegados a tu frente humedecida. He entrado solo a tu cuarto. Hace unos minutos, mientras leía mi diario en la sala, sentí una ola de remordimiento que me ahogaba. Culpable, vine junto a tu cama.

Esto es lo que pensaba, hijo: me enojé contigo. Te regañé cuando te vestías para ir a la escuela, porque apenas te mojaste la cara con la toalla. Te regañé porque no te limpiaste los zapatos. Te grité porque dejaste caer algo al suelo.

Durante el desayuno te regañé también. Volcaste las cosas. Comiste sin cuidado. Pusiste los codos sobre la mesa. Untaste demasiada mantequilla al pan. Y cuando te ibas a jugar y yo salía a trabajar, te volviste y me saludaste con la mano y dijiste: «¡Adiós, papa!» y yo fruncí el entrecejo y te respondí: «¡Endereza los hombros!»

Al caer la tarde todo empezó de nuevo. Al acercarme a casa te vi, de rodillas, jugando en la calle. Tenías agujeros en las calcetas. Te humillé ante tus amiguitos al decirte que fueras a casa de inmediato. Las calcetas son caras, y si tuvieras que comprarlas tú, serías más cuidadoso. Y pensar, hijo, que un padre diga eso.

¿Recuerdas, más tarde, cuando yo leía en la sala, y entraste tímidamente con una mirada de perseguido? Cuando levanté la vista del diario, impaciente por la interrupción, vacilaste en la puerta. «¿Qué quieres ahora?», te dije bruscamente.

Nada respondiste, pero te lanzaste en tempestuosa carrera y me echaste los brazos al cuello y me besaste, y tus bracitos me apretaron con un cariño que florecía en tu corazón y que ni aún el descuido ajeno puede disminuir. Y luego te fuiste a dormir, y se oían tus pasos ligeros escalera arriba.

Bien, hijo; poco después fue cuando se me cayó el diario de las manos y entró en mi un terrible temor. ¿Qué estaba haciendo de mí la costumbre? La costumbre de encontrar defectos, de reprender. Esta costumbre era la recompensa que te daba por ser un niño. No es que yo no te ame; es que espero demasiado de ti. Y mido tu comportamiento según la vara de mis años maduros.

Y hay tanto de bueno y de bello y de recto en tu carácter. Ese corazoncito tuyo es grande como el sol que nace entre las colinas. Así lo demostraste con tu espontáneo impulso de correr a besarme esta noche. Nada más que eso importa esta noche, hijo. He llegado junto a tu cama en la oscuridad, y me he arrodillado, lleno de vergüenza.

Es una pobre explicación; se que no comprenderías estas cosas si te las dijera cuando estás despierto pero mañana seré un verdadero padre. Seré tu compañero, y sufriré cuando sufras, y reiré cuando rías. Me morderé la lengua cuando esté por pronunciar palabras impacientes. No haré más que decirme, como si fuera un ritual: «No es más que un niño, un niño pequeñito».

Temo haberte imaginado hombre. Pero al verte ahora, hijo, acurrucado, fatigado en tu camita, veo que eres un bebé todavía. Ayer estabas en los brazos de tu madre, con la cabeza en su hombro. He pedido demasiado, demasiado.

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