«Vete a la panadería y te traes unas hojaldras».
«Vete a la panadería y te traes unas hojaldras«, me dijeron a la hora de la cena. «Con cinco la armamos«.
Llegué al expendio y me vi inmerso en una de esas situaciones de comedia barata.
En los anaqueles cercanos a la puerta estaban todas las especies diferentes de pan dulce. Y la ventaja que tiene ser un connoisseur de los productos panificados – bueno, la verdad es que soy tragón de años – es que a casi todos los panes dulces los conozco por su nombre. Les puedo hablar de tú a las magdalenas, a los panqués, a los besos, a los yo-yo’s. A los espejos los reconozco hasta por el olor.
Pero en cuanto a los panes salados, esos que siempre están apartados de sus primos edulcorados, solo puedo identificar plenamente a los bolillos y a las teleras. Y eso a veces.
Mi instinto me dijo que las hojaldras eran los panes redondos y dorados que se encontraban justo al lado de las canastas de bolillos. Pero sabiendo que era la ignominia y la burla lo que me esperaba si osaba llegar con el pan equivocado, decidí no arriesgarme.
Y como sé que uno es pendejo solamente una vez, tomé una decisión.
Con toda la confianza que le otorga a uno el miedo al ridículo familiar me acerqué al don del mostrador dispuesto a hacer el ridículo con un desconocido. Y es que hasta para ser pendejo hay prioridades.
«Oiga. ¿Esas son todas las hojaldras que tiene?«, le pregunté señalando la canasta rebosante.
Había, al menos, unas cien piezas.
«¿Pues cuántas vas a querer?»
«Cinco. Pero déme seis, por si acaso nos faltan«.
La misión se cumplió a cabalidad.
Hoy aprendí, sin temor a equivocarme, cuáles son las hojaldras.
Y aunque devoré dos, rellenas de mole, sobró una para el desayuno de mañana.
Veremos.
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Texto por Rogelio Rivera Melo.
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