Por Rogelio Rivera Melo.
Estuve a punto de «rescatarlo». Pero pronto me di cuenta que no necesitaba que lo hiciera.

Canelo de Shihuahua.
Lo conocí mientras caminaba a la tienda de un pueblo cerca de Naica. Necesitaba comprar varias cosas y debía apurarme, me quedaban menos de cuarenta minutos para que llegara la noche. Y las noches se ponen muy frías cuando se pone el sol en Chihuahua.
Iba yo pensando en mis cosas, y supongo que él también, cuando nos vimos. Como soy una de esas personas que siempre saluda a los perritos cuando los conoce, me di unas palmadas en el muslo para ofrecerle mi amistad. La aceptó rápidito. Vino a mi lado y me olisqueó.
«Hola, guapo«, le dije. Sus grandes ojos negros me miraron. «Acompáñame a la tienda«, lo invité. Siguió todo el camino conmigo. Íbamos platicando sobre lo mucho que ambos necesitábamos un baño.
Llegamos hasta un parquecito lastimero, en el que había varios niños jugando. Seguro que a ellos les daba más gozo que pena. El chuchito salió corriendo y les ladró alegremente. Los chamacos ni siquiera se inmutaron. Me acerqué y le pregunté a uno si mi nuevo amigo tenía nombre. «Se llama Canelo«, me contestó con el acento de Shihuahua que tanto me encanta. «¿Y tiene dueño?», le inquirí. «Creo que es del Iván«, respondió sin ponerme mucha atención. «Es que estaba pensando en llevármelo a mi casa«, dije así como si nada. Todos voltearon. De pronto tenía todas las miradas sobre mi.
«¡¿Pues qué es de usted o qué?!«, exclamó un muchachito tan mugroso como el Canelo y yo. «No, pero por eso preguntaba«, les dije. El perrito permanecía ahí, sentado, parando las orejas mientras hablábamos.
«Ah, pues entonces ya nos vamos a la tienda«, les dije en forma de despedida. «Vámonos, Canelo«. El perrillo me miró y no se levantó. Solamente me dejó tomarle esta fotografía como un adiós. Disfruté de nuestra larga amistad.
Creo que estará bien en su pueblo de Shihuahua. Yo tengo que regresar a la ciudad.
A veces me gustaría poder decidir y quedarme por allá. Como el Canelo.
Veremos.