Con pelos y señales. Por Rocío Sánchez.
Las mujeres que aspiran a realizar los siguientes viajes al espacio deben enfrentarse a cuestiones fisiológicas básicas. ¿Cómo es tener una menstruación en el espacio?, por ejemplo.

Foto: NASA/Getty Images
En septiembre del año pasado, la Radio Nacional Pública de Estados Unidos (NPR) recibió a un panel de mujeres cosmonautas. Samanta Cristoforett, de la Agencia Europea del Espacio, y las astronautas de la NASA Serena Auñón, Candy Colegman y Ellen Sofan, fueron entrevistadas sobre sus experiencias en el espacio sideral.
El conductor Adam Cole estuvo leyendo las preguntas que el público les hacía a través del sitio web de la estación, y observó que el cuestionamiento más frecuente fue: “¿Qué pasa cuando menstrúas en el espacio exterior?”.
Tristemente, Cole decidió no hacerles la pregunta a sus invitadas. No lo hizo por dos razones, según argumentó en un artículo posterior: una, que “la pregunta tiene mucho bagaje histórico”, y dos, que “la respuesta es bastante aburrida”.
Yo tengo mis dos razones para decir que eso fue muy triste. La primera es que lo más seguro la mayoría de quienes hicieron esa pregunta eran mujeres. Eran ellas las que querían saber lo que pasaba con otros cuerpos como el suyo en circunstancias en las que difícilmente van a estar alguna vez. Y mi segunda razón es porque, como el propio Cole ya sabía la respuesta, simplemente decidió que ésta era demasiado extensa o aburrida como para satisfacer la curiosidad del público.
Por fortuna, el conductor comprendió que es una duda genuina que merece respuesta y escribió un artículo titulado justo así, “¿Qué pasa cuando menstrúas en el espacio exterior?”, en el que contó al fin la historia de esta incógnita.
Resulta que en los primeros días de la exploración espacial, la menstruación fue uno de los argumentos utilizados para explicar, o quizá intentar justificar, la creencia de que las mujeres no debían ser astronautas. Había quienes sostenían que la menstruación afectaba las habilidades de las mujeres, e incluso se llegó a responsabilizar a mujeres menstruantes de algunos accidentes de aviones.
También se argumentaron riesgos de salud que podrían ser provocados por la microgravedad, como una menstruación retrógrada que fluyera hacia las trompas de Falopio y luego hacia el abdomen, provocando dolor y otras complicaciones. No sé si es necesario subrayar el sexismo de este último argumento, pues obviamente antes de mandar a los hombres al espacio tampoco se tenía certeza sobre todas las consecuencias físicas que tendrían.
Todavía en 1971 se especulaba que las mujeres podrían, sí, ir al espacio, pero como acompañantes de los astronautas y para mejorar “la moral” de la tripulación.
Fue hasta 1983, 22 años después de que lo hiciera el primer estadounidense, que Sally Ride salió de la atmósfera. Según el relato de Cole, la astronauta contó una vez que los ingenieros trataban de decidir cuántos tampones deberían considerar para el viaje de una semana. “¿Serán 100 los indicados?”, le dijeron. ¡Uf! Qué bueno que le preguntaron a ella antes de empacar con base en sus desinformadísimos cálculos.
A final de cuentas, la presencia femenina fuera de la Tierra sólo ha arrojado un resultado (el aburrido al que aludía Cole): cuando una menstrúa en el espacio no pasa nada. Los ciclos de las astronautas se han mantenido regulares y la sangre ha fluido hacia donde tiene que fluir.
Es sorprendente que en una era en la que las máquinas exploradoras de otros planetas pueden manejarse a control remoto desde la Tierra tenga que hacerse tal embrollo para responder a una pregunta fisiológica simple. Ojalá nunca perdamos de vista que ha sido esa curiosidad básica, innata al ser humano, lo que nos ha permitido colocar a nuestra especie en órbita.
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