Por Rogelio Rivera Melo.
No se puede ser racista en un planeta donde todos podríamos pasar por nativos de otro lugar.
"¿Vienen a la conferencia o a divertirse?", nos preguntó Juan Leiva en inglés, no perfecto, pero comprensible. Juan fue nuestro chófer del aeropuerto al Downtown de San Francisco.
"Hay en la ciudad un gran evento donde los doctores están anunciando que ya pueden usar el hígado de cerdo para trasplantes en humanos", continuó.
"Venimos de paseo", contestó Rocío.
Luego vino la pregunta obligada de los prestadores de servicios turísticos alrededor del mundo: "¿Y de dónde vienen?"
"De México", contesté.
"Ahhhh, ¡son latinos!", dijo en español y esbozando una gran sonrisa. "Pensé que eras de India".
Yo, cambiando el acento, le dije en inglés que también podía hablar hindi.
Juan Leiva, peruano, con 50 años viviendo en California, casado con una mexicana de Michoacán, tuvo que preguntarle a Rocío si yo era de la India o de México. Así nomás como para confirmar.
Dice Rocío que es por el delineado de mis ojos. Pero no es la primera vez que me preguntan si soy de por aquellos rumbos.
Siendo sincero, siento una complicidad secreta con los árabes, los hindús y los africanos del Magreb. Quizá, si algún día quisiera desaparecer del mapa, me decida pasar desapercibido entre esas personas tan guapas.
La lección de hoy, viajando por la Costa Oeste de los Estados Unidos, es que no se puede ser racista en un planeta donde todos parecemos de otro lugar.
Y si no me creen, pregunten a los menonitas.
Veremos.