Fin de año en Veracruz. Parte 1.

Vine a una serie de fiestas en un lejano rincón del México Mágico. No me juzguen si hay mucho material para una crónica.

Me invitaron a unas fiestas – sí, fiestas, así en plural – en Veracruz. Así que nos lanzamos a éste, el que será el último viaje del 2019.

Partimos de la Ciudad de México el sábado 28 temprano por la mañana. Viajamos por las carreteras mexiquenses, tlaxcaltecas, poblanas y veracruzanas – esas mismas que aparecieron a principios de semana en todos los diarios de circulación nacional como las más peligrosas para viajar en el país.

Llegamos poco después del mediodía a un Macondo veracruzano ubicado a tiro de piedra de las tierras de dónde es oriundo el tlatoani de Macuspana.

Lo básico para hospedarse en la tierra caliente veracruzana no es la cama, ni la almohada, ni el baño, sino el aire acondicionado.

Rentamos, por seis días, un cuarto con una cama (sin almohadas), un cuarto de baño y el preciado «clima».

La negociación se hizo con el profesor Teofilo, hijo de «El Chupitos». «Todos aquí conocen a mi suegro«, nos dijo la señora Adeli, esposa de don Teofilo. «Chupitos» era el dueño de la cantina del pueblo. Creo que esa es la razón de su fama.

La primera fiesta – la del 28 de diciembre y sobre la que voy a escribir ahora – es una celebración de Bodas de Plata. Un festejo para conmemorar el 25o. aniversario de Edgar y Karina. Y aunque los nombres de los personajes fueron cambiados para preservar su anonimato, luego me enteré que ninguno de ellos se llama como yo creía que se llamaban.

Diablos, me sentí engañado.

La invitación decía: Etiqueta de blanco y negro. Mis asesores de imagen me dijeron que la opción ideal para una fiesta en el sureste es la guayabera de lino fino.

Dice un chiste – clasista, claro, o no tendría chiste – que un hombre con guayabera tiene que tener algo de panza para parecer gobernador, ya que los hombres con guayabera y sin panza parecen meseros.

Afortunadamente tengo una guayabera blanca. Y algo de panza – espero que no la suficiente como para parecer gobernador. Espero de manera ferviente que no. Eso cambiaría antes de que terminara la noche.

Creo que el menú en una fiesta local es de los temas más importantes. En ésta hubo dos marranos, frijoles, caldo, arroz y mole. Lo del caldo, el arroz y el mole me enteré un día después. Me bastaron el puerco y los frijoles para quedar satisfecho. El look de mesero fue desapareciendo.

Luego el baile.

Como la fiesta fue debajo del domo de eventos sociales, había espacio de sobra para bailar. Y bailar. Y bailar.

Hubo baile hasta que mis pies parecían pies de muñeco de Playmobil. Unos bloques hinchados y sin forma. Aunque siendo sinceros creo que así los tengo «de fábrica».

Pero lo que más me gustó de la fiesta fue el episodio del bailarín no invitado.

Después de haber comido, bebido y bailado por más de seis horas, tomé asiento en mi mesa para darme un respiro.

Eran casi las diez de la noche y ya se habían retirado más de la mitad de los invitados cuando entró al salón un hombre que encajaba a la perfección con la imagen preconcebida que tengo – sí, prejuicioso yo – del borrachin del pueblo: primero, era hombre, luego estaba borracho, y por último, llevaba consigo, como si transportara un tesoro de valor incalculable, una botella tamaño familiar de cerveza.

El no invitado entró al lugar con el aplomo del hombre de mundo que ha entrado a todas las fiestas del pueblo sin haber sido invitado. Se dirigió al rincón del salón y – aprovechando la música de la fiesta – armó su propio festejo – personal y discreto – con baile y bebida. Estuvo bailando por más de una hora en la esquina del salón, en donde ya no había invitados. Sus pasos eran sencillos y básicos. Pero de pronto su estilo de baile cambió radicalmente. Abandonó el vaivén y el bamboleo para adoptar movimientos de bailarín de Broadway, con giros, piruetas y movimientos de brazos precisos y elegantes.

Busqué la causa de ese cambio de actitud y la encontré en la pista de baile: un muchacho bailaba con estilo y gracia profesionales. El borrachito lo estaba imitando. Como en clase de danza, uno ponía el paso y el otro intentaba replicarlo. Así estuvieron casi una hora. Y yo los miraba maravillado.

De pronto, teníamos un mano a mano involuntario de baile. El muchacho ponía la muestra y el otro lo mejoraba con algún movimiento extra.

El único error que tuvo el participante etílico fue que poco a poco dejó la discreción de su rincón. Con cada paso nuevo iba acercándose a la pista de baile. Y los demás lo dejaban estar o no se habían percatado del hombre que no iba vestido ni de blanco ni de negro.

Nadie dijo nada hasta que, ya a tres metros de su contrincante, intentó una vistosa cabriola que lo delató. El encargado de la seguridad del lugar fue por él y amablemente lo invitó a retirarse.

Yo me levanté de la silla para felicitarlo, pero cuando llegué a la puerta vi que no estaba muy feliz por que lo habían corrido.

Se retiró del lugar con un sonoro «Minguen a su chadre, cueros«. O algo así.

Me quedé con ganas de una ceremonia de premiación. De saber quién hubiera ganado. El joven era bueno, pero el borrachin jamás soltó la cerveza. Estoy seguro que no derramó ni una sola gota. Y eso es verdadero talento. Si me preguntan, tenemos un ganador.

A las nueve de la noche de hoy, 29 de diciembre, tengo otra fiesta. El 30 hay otra más y para el 31 está programada la de fin de año.

Yo estoy ansioso de escribir mis experiencias. Mañana les cuento cómo nos va.

Veremos.

* * * * *

Texto y fotos : Rogelio Rivera Melo.

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Categorías: Retórica de lo Trivial

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