La vida eterna es mucho tiempo…
Es misa de Laudes.
«… Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos…»
Primero la siente. El vello de sus brazos se eriza como el del gato de su madre cuando aquella lo atiza con la escoba para que baje del sillón. No puede voltear la cara, pero se sabe observado fijamente. Los minutos se le convierten en horas.
«… suyo es el mar, porque él lo hizo, la tierra firme que modelaron sus manos».
Gira la cabeza, sin ser evidente. Y entonces la ve. De reojo, sí. Pero logra atisbar por un breve instante esos ojos castaños, hundidos y tristes, que lo contemplan con insistencia. En esa fugaz mirada intuye una fuerte carga de anhelo. Y eso lo excita.
«… vuestros padres me pusieron a prueba y dudaron de mí, aunque habían visto mis obras».
Llegaron los cantos y las responsivas. Se siente culpable. Por saberse observado. Por que esto lo prende. No es lugar para dejarse llevar por un ardor malsano, avivado por el deseo. El estremecimiento de sus manos no se detiene.
Se santigua. Y, al hacerlo, aprovecha para llevar la mirada hacia la parte posterior de la nave. Ella no está. Lo invade la angustia.
» … concédenos la abundancia de tu gracia para que preparemos, delante de ti, sendas de justicia y de paz…»
Termina la liturgia. Se levanta de un salto. Ansioso, aparta feligreses y busca entre la grey. Ahí está ella. Seguro está de eso. La pierde de vista.
«El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna. Amén«.
Sale de la iglesia. Aún está oscuro.
Llega a la orilla de la calle y continúa escudriñando, como un perro azuzado por la breve visión de la presa. Baja de la acera. Mira al otro lado. Al equivocado.
Se conocieron en Laudes. Para Vísperas, su amor ya era eterno.
La eternidad, cuando se trata de amores, no dura mucho tiempo.
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Texto y foto por Rogelio Rivera Melo.