«¿Alguna vez tendrán algún otro boxeador que escribe poesía, predice el round en que ganará, da palizas a todos, hace reir a la gente, hace que la gente llore, además de que es tan alto y guapo como yo?«
La leyenda del boxeo Muhammad Ali murió el 3 de junio de 2016, a los 74 años de edad.
Recuerdo el impacto que me produjo cuando el padre de mi padre me contó que ya convertido al islamismo y bajo el nombre religioso de Muhammad Alí, fue reclutado por el ejército estadounidense para luchar en Vietnam, pero se negó, declarándose “objetor de conciencia”, explicando que su religión no le permitía participar de la guerra. A lo cual agregó, generando gran polémica, que no tenía “ningún conflicto con el Vietcong”, y que nunca un integrante del Vietcong lo había llamado nigger (forma despectiva de nombrar a los afroamericanos muy difundida entre los blancos estadounidenses). Por esta negativa, el estado neoyorquino decidió quitarle la licencia para la práctica del boxeo, y pocos días después el Gran Jurado Federal de EE.UU. lo declaró culpable de deserción.
Yo solamente lo vi boxear en vídeo o en viejas cintas de las peleas que tuvo contra Foreman y Frazier. Pero mi abuelo me contaba, con una sonrisa emocionada, sobre la manera única que tenía de ser boxeador, campeón del mundo y humano. Y eso me hacía imaginar las grandes hazañas de un hombre al que vi encender la antorcha olímpica en Atlanta, hace 10 años.
Muhammad Ali, llamado Cassius Clay, campeón de boxeo en la categoría de pesos pesados, saltando de un puente sobre el río Chicago, EUA. 1966. Thomas Hoepker.
Magnum Photos.