Por Rogelio Rivera Melo.
Hace unos años, encontrar unos buenos «cargo pants» era casi imposible, así que decidí contratar a un sastre para que confeccionara unos. Fue un error que ya superé.

La guarida del nefasto Cruz.
Me encantan los «cargo pants». Esos útiles pantalones con tantos bolsillos como para guardar todos los accesorios del baticinturón son los favoritos de militares, paramédicos y viajeros que buscan practicidad, capacidad de carga – de ahí su nombre – y comodidad.
Esta prenda es tan holgada que, si quisiera, uno podría guardar dos kilos de muestras científicas en las bolsas de las perneras y es tan resistente que se pueden subir y bajar montañas sin temor a un desgarre en el tejido que deje descubiertas las partes más íntimas del explorador. Por eso y otras cosas, cuando los descubres, te enamoras de ellos. Así de sencillo.
Hace unos años, encontrar unos buenos cargo pants en México era casi imposible. Los únicos lugares en los que podían comprarse eran las tiendas especializadas en campismo y exploración que tenían marcas importadas a precios casi prohibitivos.
Como todo por servir se acaba, llegó el día en que mis cargo pants azules se gastaron tanto que me apenaba salir a la calle con ellos.
En esa lejana y difícil época – sin internet y sus ahora rutinarios envíos – era complicado encontrar un buen pantalón, así que un día decidí contratar a un sastre para que – usando mis pantalones viejos como modelo – confeccionara un par, a mi gusto y medida.
Compré una tela ad hoc: suave pero resistente, de un color que, incluso al mancharse, guardaría la seriedad apropiada, digna de un explorador que ha visto el mundo caminando a campo traviesa.
Siempre fiel a la máxima popular que reza «Lo que queda cerca de tu casa es lo mejor», caminé cien metros y me apersoné en la sastrería que está en la esquina de mi calle.
El sastre Cruz resultó ser un simpático hombre de unos cuarenta y pocos años que escuchó atentamente mis indicaciones, me tomó medidas con diligencia y recibió la tela con la delicadeza y ceremonia apropiada.
Acordamos el precio del trabajo y, de acuerdo a la tradición, adelanté la mitad con tres billetes cuidadosamente doblados. «Venga en un par de semanas», dijo con parsimonia.
Estaba emocionado. Al fin tendría mis cargo pants. Únicos. Hechos a la medida y solo para mi. Con una bolsa para mi libreta, una para mi cámara fotográfica, un compartimento para mi navaja… El ensueño.
A las dos semanas regresé ante el artesano del corte y la confección. «Déme una semana más, joven». Solicitud razonable, pensé.
Pasaron otros siete días y Cruz, el ladino, me dio largas otra vez. «Ahora sí. Regrese la semana que viene. He tenido mucho trabajo». Decidí darle otra oportunidad. En realidad, yo no quería problemas, sólo quería mis pantalones.
El día que regresé, el taller no estaba abierto. Permaneció cerrado cinco días. Luego llegó la época de posadas. Vino la Navidad y pasó el Año Nuevo. Pero mi encargo no fue uno de mis regalos ese año.
Hecho una furia, cada día pasaba por la sastrería esperando el momento para reclamar al desgraciado estafador.
A los dos meses volví a ver al ladrón Cruz. «Vengo por mi pantalón», le dije con mis «ojos furiosos». Me miró y, sin inmutarse, abrió uno de sus cajones. Sacó la tela – mi tela – la desdobló y de entre los pliegues tomó tres billetes cuidadosamente doblados. Mis billetes. Me entregó todo el paquete. «No los pude hacer, porque a mi hermano le dio el azúcar», me dijo con seriedad. Solamente mi autocontrol evitó que a él le diera el azúcar, mi puño y mi pie. Rocío me sacó de ahí casi a rastras.
Ya compré (por internet) 3 cargo pants desde ese entonces. Aún no uso mis cuatro metros de tela y, a pesar de lo que diga Rocío, ya lo superé. Ya perdoné al vil, repugnante, flojo y gandul Cruz, el inepto y mediocre sastre de la esquina.
Lo que no puedo evitar cada vez que paso frente a su taller, es fijarme si está trabajando en algún arreglo o corte propio de su oficio. Hasta ahora, nunca lo he visto haciendo labores de sastrería. Pura desastrería.
Quizá algún día deje de mirar y musitar » pinche sastre» cada vez que lo veo.
Veremos.