Por Rogelio Rivera Melo.
El encuentro con un monstruo no es raro en estas fechas, pero fue escalofriante encontrarme con el Portador de las Arañas. Halloween no es solamente un cuento.
Subo al transporte colectivo, pero hoy no es como siempre. A diferencia de los días en los que se encuentra lleno de usuarios normales, esta vez la mayoría se compone de niños disfrazados con avatares grotescos de monstruos y espectros.
Se celebra el Halloween y los escolapios asistieron caracterizados a sus escuelas, decididos a horrorizar a sus maestros y compañeros. Ahora van de vuelta a casa y yo, como puedo, me abro paso entre zombies enanos, vampiros diminutos y una o dos princesas en miniatura.
Me siento intrigado cuando llego hasta el fondo del vehículo donde, milagrosamente, hay un espacio vacío. Ahí, enmedio de ese resquicio libre de apretones, incomodidad y mentadas de madre, viaja un señor de edad avanzada. No hay nadie a su alrededor. Y eso es raro.
Lo miro mientras me voy acercando a empellones. Algo debe tener ese hombre para que los demás pasajeros eviten arrimarse. Quizá huela mal. Tal vez sea un viejecillo cascarrabias o un patán impertinente… Pero así, a simple vista, no encuentro razón por la que sea segregado ni por la que el espacio que ocupa se encuentre desocupado.
Atravieso la frontera imaginaria que lo rodea y me encuentro a su lado. Con un escalofrío que recorre toda mi piel descubro la razón de su aislamiento: en su cabello se aglutinan decenas de cadáveres. Sobre su cresta capilar están depositadas las cáscaras secas de muchas arañas. Muchísimas. Quiero apartar la mirada pero no puedo. ¿Acaso me estarán jugando una broma mis ojos? Vuelvo a mirar y ahí están. Arañas esparcidas a discreción sobre su cabeza.
Como el hombre no se inmuta. Pienso que probablemente ni siquiera sepa que lleva sobre sí los restos de un genocidio arácnido a gran escala.
Retrocedo un paso. Ahora lo entiendo. Nadie se le acerca. Nadie le dice nada. La visión es horripilante. ¿Qué hacer? Por mi cabeza se cruzan las opciones de acción como en la de él yacen las arañas:
Si le aviso que porta una naturaleza muerta, un sombrero de restos entomológicos y él lo ignora, mi buena acción podría desencadenar un ataque de pánico que pudiera causar un infarto al pobre hombre. Imagino sus estertores de muerte y los gritos hórridos de los demás viajeros si eso pasara… No. Eso no.
Pero ¿y si le comento en voz baja sobre su cadavérica colección y él me mirara, condescendiente, para expresarme que ya lo sabe, que es su disfraz de Halloween y que seguramente soy de esos nacionalistas recalcitrantes que sólo festejan el Día de Muertos porque considero que las tradiciones extranjeras son pura mercadotecnia y consumismo snob? No. Tampoco es buena idea. Esa reacción provocaría mucha incomodidad en mí y, estoy seguro, en todos los demás presentes.
No logro decidirme. Aunque, sea como sea, no puedo acercarme. La visión de una cabeza llena de tantos insectos muertos es mucho más de lo que puedo soportar.
Busco integrarme, fundirme entre el gentío, dentro del núcleo seguro de viajantes hacinados en el frente del colectivo. Para mí, los insectos, vivos o muertos, son mejores si los miro de lejos.
El sujeto nos observa sonriente desde el fondo del camión. Las arañas, con sus miles de ojos vacíos, lo hacen desde las greñas de la coronilla del Portador de las Arañas, el monstruo más real que veremos esta temporada. El verdadero maestro en un vehículo lleno de aprendices.
Jamás había vivido una experiencia tan horrorosa. Y por una vez me doy cuenta de que el Halloween no es puro invento. Es algo que sí da miedo.