La Retórica de lo Trivial XXVI Por Rogelio Rivera Melo
Ojos que no ven…
Sé que usted tiene mil preocupaciones, o que quizá no le importa, pero de todos modos lo voy a escribir. Para la posteridad, quizá.
Llevo una semana con problemas en mi ojo izquierdo. Comenzó como si me hubieran deslumbrado – así como cuando uno mira de frente un foco – pero con la diferencia que la mancha azul que se desvanece normalmente no lo hizo. No afecta mi visión, veo perfectamente. Pero cuando fijo mi vista en una pared blanca, o cualquier superficie clara, ahí está la intrusa. Me molesta cuando leo, o cuando manejo de noche, o cuando me concentro en un solo punto. Ahí sigue. Y no desaparece.
Dos días – ya sabiendo que no era algo normal – bastaron para preocuparme. El miércoles no pude ir al doctor porque tuve una junta con el secretario de gobernación. El jueves fue día de las madres, así que el viernes, luego de acudir a la residencia presidencial a un “briefing” mañanero decidí que no podía aguantar más y, sin dilación, fui al doctor.
Debo admitir que tenía, en ese momento, una muy clara idea sobre lo que estaba provocando esta situación. Cansancio, agotamiento, estrés.
Una de las prestaciones que me otorga mi actual trabajo es la atención en uno de los mejores servicios médicos del país. Siguiendo el protocolo, llegué a pedir consulta con un médico general. Realmente, el doctor hizo lo que pudo. Me aseguró que mi estado físico era, al parecer, muy bueno. Y que él, con las herramientas con las que contaba en ese momento, no podía determinar el motivo de mi “manchita”. Me refirió directamente con el especialista.
Salí de la consulta del doctor y me quedé pensando. Pasmado. Ahora tenía que acudir con el experto en ojos. Decidí caminar. El hospital de especialidades no queda muy lejos. A la mitad del camino sentí miedo. Y con el miedo, llegaron las ganas de llorar, la impotencia de no poder hacer nada. El entrenamiento – la razón, quizá – me dictó buscar opciones y no dejarme asustar por lo desconocido. Ya llegaría el tiempo de preocuparse más.
Llamé a Rocío, le pedí que concertara una cita con el oftalmólogo de la familia, en lo posible ese mismo día. Y le pedí a mi madre que me acompañara, en el caso que no pudiera ver después de la exploración.
En el hospital me dieron cita para el viernes siguiente. Rocío la consiguió para las 4 de la tarde. Eran las 12. Regresé a mi oficina. Pensando tonterías. Entendiendo a quienes deben esperar para un diagnóstico efectivo – que puede ser, o no, de vida o muerte. La manchita se estaba volviendo un acompañante preocupante.
Pasó mi mamá por mí. Fuimos a comer, nos confesamos cosas, y la quise. Luego caminamos hasta el consultorio. Rocío llegó a la hora de la cita. Me alegró el amargo momento.
Lucecitas y letritas al frente. ¿Qué letra es? ¿Qué colores son? ¿Dígame los números que hay? Me pusieron gotas – una fea “tortura”, les llamó el doctor. Me rasparon la superficie ocular. Luz blanca, luz azul, luz directa, indirecta. Tenue, brillante. Luces.
Y la vi. A la intrusa. En toda su forma y magnitud. Un círculo perfecto. De dos centímetros de diámetro. De un color azul aqua. Tan hermosa y tan odiosa. No me gustó. No la quiero volver a ver. No la quiero para nada. Pero ahí está.
“Siéntese, por favor”, me pidió el doctor. “No se aprecia nada raro en su ojo. A veces estos problemas se manifiestan por una gran tensión. Como a veces puede ser una úlcera, gastritis, otras enfermedades… Necesita relajarse.” Eso ya yo lo sabía. Mi madre también. Y Rocío. Y mi jefe, y mis subordinados. Y todos… Todos necesitamos relajarnos.
El doctor dijo, “vea a un colega, un especialista de retina. Nada más para descartar algo más grave.” Y salimos con un “Muchas gracias, doctor. Un gusto volverlo a ver”, lo que supongo es una despedida buena para cualquier especialista de ojos.
Me despedí de mi madre. Decidí no volver a la oficina – causa primordial de mi tensión. Acompañé a Rocío a comer. Platicamos sobre el estrés. “¿Cómo me piden que no me preocupe? ¿Han visto los periódicos?” “Necesito. No. Tengo que descansar. Relajarme.” “Ya lo sabía”. “Te lo dije”. “Me estresa estar así”.
Y luego, la tormenta. Otra vez… Un aforismo justo… “Ves y no estás viendo”. Y lo sé. Lo admito. Me estreso. Por cosas serias, pero también por pendejadas. Y no quiero. Me niego. Entiéndelo, mundo. A partir de hoy, cuando la tensión está cobrando la factura, prefiero irme de ermitaño al desierto que dejar que algo me quite el enfoque (real y literal) de la vida.
Sé lo que tengo que hacer. Yo. Porque el que no está bien soy yo. ¿A los demás que les interesa? Sé que debo dormir más. Soñar más. Comer más. Tranquilizarme. No dejarme llevar por sentimientos negativos. Relajarme más. Vivir mejor… Más tranquilo.
Ojos que no ven. Corazón que no siente. ¿O es al revés? Corazón que no siente, ojos que no ven…
Me niego. ¡No quiero!
Quiero poder volver a firmar mis textos con un “Veremos”…
Gracias.
