Presentación

Para aquellos que no me conocen. Mucho gusto, soy el que fui.

Soy el que fui.

Hasta los 10 años, tuve potencial. Lo que sea que eso signifique. Las tías y las abuelas decían a mi madre: “ese niño tiene futuro, mira lo bien que se porta. Mira lo bien educado que lo mantienes. Y además recita versículos de la Biblia”.


Por mérito propio, logré el papel principal en la pastorela de la escuela católica. Tres funciones al hilo. Éxito total ¿Qué mayor logro se puede tener a los 7 años? Y al final, papá nos llevó a comer hamburguesas. Ese día vaticinó el sacerdote: “este muchacho arriará burros y dirigirá ganado”.


Jamás me atrajo la carrera pastoral. Asistir a misa cada semana era un exceso, las confesiones semanales una violación humana a la privacidad divina del libre albedrío. Las cualidades que, al parecer de mis tías y el vicario eran cartas altas en la baraja de la vida, fueron las que hicieron que la iglesia perdiera esa partida.


Lo que yo quería era leer historietas los domingos por la mañana. Correr en la arena. Nadar en el mar. Quizá el agua salada hizo que lo civilizado se tornara feral.


Soy el que fui.


A los 11, me volví amigo de los muchachos que mi madre no aprobaba, razón por la cual debían continuar siendo mis hermanos.
Aprendí que las madres saben y que tienen un poder sobrenatural para hacer que los padres actúen, aunque no quieran. Cuando esas dos fuerzas, casi siempre opuestas, se confabulan hacia un objetivo, hay poco que puedas hacer a los 12.


A los 13 me dijo papá: Eres un soñador sin rédito. Creas más problemas que beneficios. Los sueños no nutren. Consigue un empleo. Tienes que aprender a ganar dinero.
Busqué algo que hacer.

A los 14 entendí lo agotador que es buscar algo cuando uno no sabes qué buscas. O cuando no quieres encontrarlo. Es más fácil alinearse con los poderes fácticos que alienarse de ellos. Lección aprendida. Siempre hay cabida para el hijo pródigo, si demuestra arrepentimiento.

A los 19 jugué la ficha de la practicidad. Que la oportunidad te encuentre, me dije. Lo hizo con prisa. Ya estaba esperándola. Me uní al ejército. “Aquí nadie está por obligación”, me dijo el teniente. Entonces todo fue por el mero gusto. Inexperto para decir no, orgulloso para renunciar y joven para soportar.


Antes de los 20, me convertí en el piloto que, después de su primer vuelo y sin experiencia previa, aterriza perfectamente – en el aeropuerto más rascuache del país equivocado. Aprendí a solucionarlo todo. O nada. Lo suficiente para seguir volando. Luego vinieron los aterrizajes forzosos, los accidentes, los derrapes. La experiencia laboral.


Soy el que fui.


A los 21 dije que sí. Durante una década me convertí en esposo inconsciente –opinión de mi ex. También en cuatrero – como se asienta en alguna acta desestimada por falsedad de declaraciones. En domador de humanos. En bombero ocasional. En padre ausente por motivos laborales que mis hijos jamás entenderán hasta que sean padres. En la segunda partida con la iglesia, me tocó perder. Fui cristiano. Pero todo eso ya no soy.


Soy el que fui.


En mi tercera década traduje textos como Champollion, viajé a países como Marco Polo, adopté el peinado de Elmer Gruñón. Me contrataron como buscador de verdades. Nunca las encontré. Quizá una o dos. Pero de nada sirvió. Pasé de ser el marido culpable a ser solamente el culpable. Conocí a personas responsables. Me volví una hasta que compré una motocicleta. Entonces fui kamikaze sin final feliz. Redactor de discursos rimbombantes en salones repletos con aplausos forzados. Organizador de eventos sociales, culturales, mágicos y musicales. La profecía del padre de iglesia en mi infancia se cumplió: Arrié burros y dirigí borregos.


A mis casi 40 crecí en mi trabajo y en mis tallas. Una cosa llevó a otra y derivó en estricta dieta – acto sin relevancia alguna, salvo que, debido a ese régimen, debí compartir un plato de pasta con la persona de la que me enamoré. Y me quedé.


Soy el que fui.


A los 42 me retiré del circo. El payaso viejo aprendió a reír. Adopté perros y un gato y otro perro y costumbres que no eran mías pero que hice mías y ahora son de dos. Abandoné libros. Terminé relaciones. Renegué de cosas viles. Me convencí de la existencia de las pérdidas ganadoras, de la no existencia de la riqueza sin ricura. Me volví chacharero del ser. Y lo más importante es que aprendí que a las reuniones de amigos siempre hay que llevar un sacacorchos porque uno nunca sabe cuándo habrá vino.


Hoy soy el que soy, pero jamás olvido que también soy el que fui.


Rogelio Rivera Melo

17/01/2024

* * * * * *

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Mérida, Yucatán, México

Foto: J. Lule

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