Está científicamente comprobado lo sano que es soltar un «¡¡¡Me carga la chingada!!!»
¡A la chin%@d@! Está bien decir malas palabras.
Decir groserías siempre ha sido una clase de tabú porque proferirlas no es aceptado socialmente. Ustedes saben, con eso de la corrección política, uno ya no puede exclamar una mala palabra.
La doctora Emma Byrne es una investigadora en el ámbito de la inteligencia artificial. Pero sus últimos estudios han arrojado resultados asombrosos sobre un tema del que pocos quieren hablar, al menos en público: la influencia social de las malas palabras.
Varios estudios han vinculado hecho a las malas palabras con la honestidad, a un vocabulario más amplio y una mayor credibilidad, también se ha comprobado que logran desarrollar la camaradería entre compañeros y generan una mayor resistencia nos ayuda a procesar y a manejar la ira.
De acuerdo con Byrne, permitir que los pequeños digan malas palabras no es tan malo e, incluso, puede resultar provechoso: «tratamos de evitar que los niños profieran groserías hasta que sepan utilizarlas de manera efectiva, y yo me opongo categóricamente a tal enfoque. Deberíamos revisar nuestra actitud en relación al lenguaje obsceno«.
Según Byrne, «… aprender a utilizar las malas palabras de manera efectiva, con un adulto que los supervise, es mucho mejor que tratar de prohibir a los menores a usar ese lenguaje«.
El argumento de Byrne es que, al prohibir las malas palabras, uno no es capaz de quitar el halo de misticismo y misterio que las vuelve más atractivas. Tampoco es posible enseñar a los niños la gama de emociones que se desencadenan en las personas cuando los propios niños utilizan esas palabras: «Los menores necesitan aprender el modo en que las groserías afectan a otros».
Lo anterior no está basado solamente en un estudio, sino en una gran cantidad de trabajo académico y científico, y Emma lo ha resumido en su libro «Swearing is good for you: The amazing science of bad language«.
Estoy seguro que muchas personas pondrán el grito en el cielo por algo así. «Son puras pendejadas«, dirán. O lo pensarán. Quizá con un grado menor en la intensidad de la sinonimía en «pendejada». Pero está científicamente comprobado que soltar un «¡¡¡Me carga la chingada!!!» al momento de estrellar el dedo chiquito del pie contra un objeto cualquiera, reduce significativamente la sensación de dolor inmediato. Incluso hay un capítulo al respecto en «Los Cazadores de Mitos» (Mythbusters).
Y es que el dolor no es solamente un fenómeno físico, sino que también incluye una enorme carga psicológica.
Así que la próxima vez que usted sienta ganas de soltar una grosería, hágalo. Siempre es muy reconfortante gritarle al conductor del vehículo de un lado cuando hace una pendejada en su vehículo.
Y si su hijo, o un mocoso cualquiera, con el que esté interactuando de pronto profiere una palabra de esas que hacen sonrojar a los albañiles de la esquina, no le lave la boca con jabón. Mejor hable con él y explíquele, con toda la empatía posible, que ir soltando chingaderas por la trompa no es el modo de arreglar las cosas, que en algún momento, un cabrón más gandalla va a llegar a partirle la madre por andar de pinche grosero.
Además no nos hagamos weyes, todos, en algún cabrón momento de esta pinche vida, hemos soltado un «¡Estúpido!» (o lo hemos pensado) incluso a nuestros más queridos amigos. Y quedamos bien, sin problema. Y si hubiera alguno, pues ¡a la chingada!
No se me ofendan, cábulas. No lo dije yo. Lo dice la ciencia.
Veremos.