Por Shoshana Kohn.
¿Cómo acabamos con las violaciones? Empecemos por hablar con nuestros hijos.
Las violaciones suceden en todo el mundo: en América, en la India, en Somalia, en Arabia Saudita, en Israel.
Todos conocemos las historias: una población con opiniones encontradas, una muchachita muerta en Dehli – conversaciones que se ponen una y otra vez en la mesa de debates. Pero en cada una de esas historias, parece que hay algo que está faltando.
Sí. Necesitamos proteger a nuestras hijas, pero – y ésta es la pregunta importante – ¿cómo detenemos a nuestros hijos?
Durante los últimos años, al menos un par de veces por semana, voy por la mañana a la misma cafetería para escribir mis textos. A esa hora, el lugar está lleno de hombres retirados, de unos setenta años. Algunas veces son acompañados por sus esposas, pero la mayoría del tiempo, se reúnen a chismear alrededor de una mesa grande.
El líder de la manda es un hombre de setentaypocos, con cabello blanco, sin arrugas en su piel. Se nota que va al gimnasio de manera religiosa. Le gusta hacer comentarios intrascendentes con cada mujer que entra al lugar. Bueno… con cada mujer bonita que entra al lugar.
Luego, cuando ella se ha marchado, los hombres comienzan a hablar entre ellos como si fueran muchachos en edad escolar. Objetifican a cada mujer y vociferan sobre de su apariencia en un modo bastante detallado. Son como un grupo de adolescentes que, por primera vez, tratan de surfear en esa marea de testosterona que circula en por sus cuerpos.
Pero no son adolescentes. Ya tuvieron más de cincuenta años para aprender a controlar sus arranques hormonales – especialmente en público. Me aterra escucharlos. Aunque el líder habla con cada chica bella que entra al lugar, yo he tenido unas seis conversaciones con él. ¿Por qué? Porque yo no soy encamable. No estoy cogible y por tanto no vale la pena entablar una conversación conmigo. Y no digo esto porque hiera mis sentimientos. Lo digo porque me parece muy peligroso eso que yace en el contexto de las conversaciones de hombres así.
A través del tiempo, quienes están a favor de los derechos de las mujeres han cultivado un mantra: las violaciones no son cuestión de sexo, sino de poder.
Ese mantra no solamente es absurdo, sino que conlleva un peligro absoluto. No soy la primera en alegar esto. Camille Paglia escribió un controversial ensayo sobre el tema titulado «Sobre la violación» que hizo que las feministas se levantaran en armas. Pretender que la violación no tiene nada que ver con el sexo ignora el punto de la sexualidad masculina que hace que los hombres olviden que las mujeres no son un objeto. Ignora las conversaciones que comienzan la espiral descendente que lleva a la acción violenta. Ignora el pensamiento grupal asociado con esas conversaciones e ignora la posibilidad de llevarlas a un paso más allá.
Hace una década, mientras veía un partido de softball desde las gradas, un hombre de unos cincuenta años se sentó junto a mí. Él y sus amigos comenzaron a hacer comentarios sobre una de las referís, sobre lo buena que estaba. Sus palabras fueron subiendo y subiendo de tono. Estaban obsesionados con cada parte de su cuerpo.
Yo estaba sentada justo ahí. Y a ellos ni siquiera les importó.
En un momento, el hombre le sugirió a su hijo, un niño de unos trece años, que al término del partido, cuando los dos equipos estuvieran estrechando sus manos, debería ir hasta donde estaba la niña y bajarle los pantaloncillos para que todos pudieran verle la ropa interior. El niño se levantó, obediente.
«No lo hagas», alguien le dijo. Pero todos se rieron.
La clara lección fue que las acciones del niño no se hubieran tratado solamente de poder, sino de sexo y sobre las necesidad que un grupo de hombres tenía para ver la desnudez de una muchacha, meramente para obtener placer. La idea de que eso pudiera causar pena o vergüenza en ella ni siquiera importó. Fue asqueroso. Y yo estaba aterrada para decir algo porque mi esposo era nuevo en su trabajo.
Pero así es como comienza. Con los comentarios sobre mujeres y la resbalosa pendiente moral en la que se comparten. Decir que esa pendiente se trata meramente de poder es una completa falta de comprensión sobre la sexualidad masculina.
Por supuesto, como la madre de una hija, nunca quisiera que ella fuera esa chica en el campo de softball. Ni quisiera que tu hija tuviera que vivir eso. Y es por eso que enseñamos a nuestras hijas sobre las violaciones. Les advertimos.
Pero como la madre de un hijo, nunca quisiera que él fuera el niño que le bajara los pantalones a la muchacha solamente porque los demás creyeran que sería algo gracioso.
No quisiera que él fuera el tipo que tuvo sexo con una muchacha que estaba tan borracha que ni siquiera pudo recordarlo la mañana siguiente.
No quisiera que él fuera el que use el sexo para obtener poder.
Así que ¿en dónde comenzamos?
Empezamos por reconocer que todas esas conversaciones que suceden en las cafeterías, en las reuniones de estudiantes, en los vestidores de chicos, en los estadios deportivos no son solo cosa de hombres siendo hombres. Son una lección del entramado de sexo y poder. Son una lección de la facilidad con que las mujeres pueden perder su humanidad entre una multitud de hombres.
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Traducido por Rogelio Rivera Melo del artículo «We Need to End Rape by Talking to Our Sons First» publicado originalmente en «The Good Men Project«