Las dos veces.
La primera vez que cruzó esa línea fue por estupidez.
Una recta amarilla, mal pintada en el piso. Había sido retocada no hace mucho, un zapato la había pisado y creó un rastro de manchas del mismo color. En el piso también, junto a una de las huellas del incauto, estaba escrito “No pasar. Solamente personal autorizado”. A veces la estupidez te otorga el pemiso para llegar a lugares fuera de alcance.
Desde el momento en que pasó sobre ella, se hizo la promesa de que volvería a atravesarla solamente una vez más.
En seis años tuvo tiempo de sobra para darse cuenta de que la estupidez también te puede abrir muchas puertas, algunas al más allá. En 72 meses soportó vejaciones, golpes, tranzas, peleas, frío, hambre. En 312 semanas aprendió demasiadas cosas, a trabajar duro, a dormir poco, a salir de problemas no metiéndose en ellos, a quedarse callado y bajar la mirada. En 2190 días y sus noches comprendió el valor de permanecer fiel a sus principios, de obedecer las reglas y de que cada lugar tiene “sus” reglas y cada persona tiene “sus” principios. En 52,560 horas entendió lo más básico de la teoría de la relatividad de Einstein: los minutos no pasan igual para todos. Y la lección incluyó sus 3,153,600 minutos de prueba. 189,216,000 segundos que comenzaron a contar desde que su cuerpo pasó, esa primera vez, sobre la línea amarilla.
Hoy, seis años después, volvió a cruzarla. En sentido contrario. Cumplió su promesa. Lo logró a pesar de todo. Haya sido como haya sido.
Y era el momento de volver a empezar.